Vamos, intentémoslo. Imaginemos: Alguien despierta, se cepilla por no dejar pero la boca ya le apesta a menta. Apenas encuentra un zapato, así que decide bañarse sólo un pie. Escupe una matera en la ventana por no regarla. Es una baba larga y limpia, cristalina. Ve como la tierra la absorbe, piensa decididamente que la mata se lo agradece. Se aleja de ella despidiéndose con la mano y perfilando una sonrisa de mal actor. Se tropieza con el teléfono. Hace una o tres llamadas de larga distancia, buscando perdidas amistades. Allá lejos, en Missouri o Ulan Bator, el teléfono suena, repica miles de veces. La línea está libre. Finalmente, un teléfono se estremece en Oslo. Él, mientras tanto, intenta adivinar un mensaje en Morse en los tonos que le llegan. Se imagina que al otro lado hay un sacerdote ortodoxo vestido de marchista manejando un carro de bomberos, pero no, le parece estridente y la menta le quema la boca, así que se imagina a una señora en una piscina. Sí, eso, una señora como su tía Utelia, pero no tan gorda. Se imagina que la señora mira el teléfono y se alegra de que esté sonando, no importa la hora, y se alegra de que sea él, porque sabe que es él. El tipo sonríe y sigue esperando, alguien, allá lejos, se alegra inmensamente de que él esté llamando. La llamada se desvía a una contestadora. Intenta de nuevo, está vez no puede imaginarse nada, los tonos de timbre son incomprensibles, la señora desaparece, con todo y piscina. La contestadora de nuevo. Marca otra vez. Suena. Vuelve a imaginar, esta vez un guarda de tránsito le coloca una multa por parquear en terreno de inválidos. Parqueaderos para incompetentes, misericordia burocratizada, piensa desilusionado. Lo que hacen los socialdemócratas. Deja de imaginar, se arrepiente de no haber votado. Alguien contesta.
De repente lo encalambra la certeza de no haber comprendido nada, de que nadie nunca contestó. El mundo está muy lejos, piensa. A razón de esto se va a la nevera y piensa en desayunar. Una tostada, mantequilla y un cuchillo, para que entre más fácil. Se mira en el filo del cuchillo y se aplica un tónico contra la calvicie. Su cabellera es negra y abundante pero no quiere arriesgarse. Un hombre es hombre en cuanto tenga buena ortografía, un pasaporte abarrotado de sellos exóticos y suficiente pelo en la cabeza. Bueno, es hora de irse, debe corregir textos, debe organizar pomposos lanzamientos de libros escritos por paisanos de provincia, debe importunar secretarias con llamadas sin gracia y sinbuenos días, ¿cómo está usted? Debe apurarse, esta mañana un tipo muy importante, vicecónsul de Suiza, padre mediocre y aficionado al origami, va a llevar un libro que escribió hace diez años y que va a reeditar, fríjoles recalentados, una momia, un cristo.
Se amarra las caderas con un lazo y se dirige a la puerta para salir, norte, norte, hacia conocido lugar de trabajo. Zafo lluvias de meteoritos o ataques cardíacos el camino debía hacerse en media hora. 45 minutos si se detenía a comprar algo. Tal vez lo haga, dijo en un susurro, tal vez compre un libro o un par de medias. Entonces miró su pie desnudo y sucio, blanco sólo en la parte donde va la media. Sintió perder el equilibrio, buscó con urgencia el otro zapato, sin moverse de donde estaba. Es el zapato el que debe compadecer ante mí, arrepentido y avergonzado. No deja de pensar en su amigo, sentado cómodamente esperando su llamada y llenando un crucigrama. Valle que conecta Sørlandet con Ventlandet, diez letras. Tiene la H inicial, una doble L después de la segunda letra y una A de antepenúltima. Lo ve levantarse e ir en busca de una enciclopedia donde un vecino de nombre Jens o Gro. Luego regresar con un tomo grandísimo, forrado en la piel de un Caribú. Limpiar la pasta con un dedo, tocarse las encías con él, abrir el inmaculado documento, olerlo y estornudar, buscar con el dedo, página por página, comenzando por la primera y finalizando en la 769. Sonreír, feliz, lleno. Y luego gritar, todo furia, ¡Hallingdal! Y correr como corren las niñas cuando les llega la pubertad hacia ese despojo de periódico que lo ocupa y escribir hiriéndose los muslos con el lapicero: Hallingdal. Letra a letra se le escurre una lágrima y piensa en su amigo que lo va a llamar. Sí, claro que sí, allá está ese buen hombre, que seguramente tiene ambos zapatos puestos y bien atados, apretados al píe hasta ahogarlo, como debe ser. No, uno no puedo defraudar a un hombre así. De hecho, para satisfacer sus expectativas no basta sólo con llamarlo, no, debe tener, además, algo para contarle. Debe hacer algo. Debe hacer algo ya. A buen seguro debería tratarse de una de esas cosas que lo hacen a uno estremecerse cuando se la cuentan. No puede perder más tiempo imaginando que imagina, debe actuar, debe actuar ya. Así que sale a la calle y acelera, acelera, acelera. Semáforos, colegialas cogidas de la mano cruzando la calle entre risas y retenes de la policía son una sola una mucosidad diabólica que lo detiene, así que acelera una vez más y despedaza cuando obstáculo se le cruza. Y así, exacerbado y voluntarioso, termina llegando a su lugar de trabajo en sólo unos segundos, como un milagro decembrino. En la puerta, Solano, el portero idiota, lo espera con su sonrisa de idiota. Le abre la puerta con ese servilismo que tanto asco le da y pronto llega al laberinto de cubículos, siete pisos más cerca de cielo. Con una rápida mirada desenfocada saluda a los que debe saludar y ocupa su silla Sobre el escritorio un libro recién impreso, un machote, un prototipo aceptablemente tipiado. El suizo ya se ha ido y él no estaba; alguien azotará su trasero esta mañana. Eso sería algo para contar, una anécdota, un suceso. Pero no, tal vez su amigo se avergonzara de lo inepto que resultó ser, de lo mal que hace su trabajo. Será mejor buscar algo diferente, una hazaña, un record mundial tal vez. Tejer una media gigante, bailar cumbias y calipsos tres semanas seguidas, eso sería algo. Un regaño, una deshonra, son cosas que deben ser ocultadas para siempre, olvidadas, si se puede. Ojea el libro, pocos errores en un primera inspección, ya tendrá tiempo, tiempo es lo que tiene. Lo deja ahí, sobre su regazo, para calentarlo, para echarlo a perder o para redimirlo. Bueno, tal vez sea la tercera, ése es su trabajo, redimir escritores poco rigurosos. Al menos intentarlo. ¿Redimirse a sí mismo? Al menos intentarlo. Al menos intentarlo, hombre dice en voz alta y ríe, ríe con el ronquido de un marrano, ríe como la madre que le quema las manos a su hijo retardado en la estufa. Ríe y cae al suelo apretándose la bragadura. Los demás miran. Pendejo, loco, huraño, ciencista, pobre diablo. Él los manda a todos al carajo, en voz alta, de nuevo, o gritando. Mejor gritando, que le salga el vibrato, un ridículo vibrato violento y definitivo.
– ¡Váyanse todos al carajo! – hay un silencio. Luego alguien dice que ya que él viene precisamente de allá que les cuente cómo es para no llegar desprevenidos. Carcajada general.
– Yo no juego bingo los domingos. – dice y se sienta ojeando de nuevo el libro. Otro responde que él no asiste porque de seguro perdería. Él no responde pero piensa que es verdad. Por el intercomunicador le avisan que el director del programa editorial quiere verlo. Se encoje hombros y se dirige a su oficina. La única oficina con techo. Abre la puerta sin tocar y lo ve ahí, ronroneando sobre una montaña de cuentas y hablando con su mujer, varios años más joven que él. Siempre agradeció ese matrimonio. El tipo hablaba por celular todo día, cagado en su felicidad, y no notaba que su corrector de planta pasaba la jornada entera bajando pornografía de Internet, que se iba y llegaba cuando quería. Los otros sí, los otros si lo notaban, pero nadie lo había denunciado, hasta el momento. El tipo al fin colgó y lo invitó a pasar.
Pero ya tiene algo y dicho algo no es un deshonor, de cierta forma. Y siente inmensa alegría, las manos electrizadas por la emoción se aferran al dispensador de agua y lo sacuden. El botellón se desprende y se precipita lentamente al suelo. La alfombra absorbe pronto todo el líquido y el lugar se hace un pantano. Todos lo miran, él les sonríe, feliz, feliz como estaba, y grita:
De pronto se imagina que rueda por las escaleras y que su amigo lo espera abajo:
De repente estuvo en la sala de baño y cortó sus manos con una cuchilla de afeitar, a ver si la sangre le recordaba al número de su amigo, que ahora había a olvidado. Puso sus manos en la losa de baño, de pane lucrando, y contempló su genialidad: dos espesas acumulaciones carmesíes estallaban como una supernova en diez dedos sin huella digital que convulsionaban en un universo de bacterias y jabón de azufre. Esperó una oferta. Nadie vino. Supuso, entonces, que debía abrir la puerta de par en par y armar un alboroto, debía funcionar, por qué no. Llamó a los periódicos y pagó con su tarjeta de crédito largos anuncios que dictó palabra a palabra a las secretarias, a las recepcionistas, a los editores. Y esperó. Con la puerta lamentablemente abierta se sentó de espaldas a su creación, para no mancharla, para no destruirla con el ojo. De repente un perro faldero, tan grande como los genitales de una jirafa, entró y le olió la entrepierna. Él, conmovido, le acarició el lomo y el perro se dejó hacer. En algún apartamento en Oslo, hacinado en la soledad de un tercer piso, con sólo una cocineta, latas de bacalao y leche deshidratada en una repisa no refrigerada, su amigo, ése que hubiera dado sus ojos por él, estaba esperando su llamada. Razón de más para erguirse y vender sus excrementos; ahora tendría algo que contarle. Trató de pararse pero el perro se había aferrado a su pierna y la fornicaba con violencia. Se sacudió al animal con dos patadas al aire y éste fue a dar al pasillo. Se quedó ahí, de nuevo la puerta abierta y reluctante, con la pierna húmeda y sin recordar el número. El perro entró furioso, pasó por entre sus piernas, sin que su perezoso intento por detenerlo funcionara, y se escondió bajo su cama. Golpeó el suelo con la mano abierta y pensó que hubiera sido más masculino dar un puño. Pero qué importaba ya cuánta hombría podía acumular en sus testículos, un perro se había venido en su rodilla y ahora se escondía bajo su cama, seguramente para violarlo cuando durmiera. Sería la tapa, pensó, hasta allá no, tampoco, hasta allá no.
Acá no tenemos afanes
Fíjese, yo tampoco, pero le repito, ahora estoy ocupado.
El teléfono suena.
Un eructo de perra estalló en el cielo: la luna y tres estrellas mostazas entristecían su ventana. Él las vio titilar, allá, en el fondo de la pantalla. Se sentía bien, había dormido, había soñado cosas que no recordaba, se había orinado y los meados le calentaban el culo. Oyó gemir al perro y decidió ponerle un nombre: Maricón. Un nombre justo y preciso. Pensó en que más tarde iría a comprarle ropita, y que la dejaría bajo la cama para que él mismo se la pusiera. Maricón, qué buen nombre, no podría aclamarlo de otra forma, sería no darle la importancia que se merecía. Se levantó y llamó a La Química, una vieja conocida de nombre real Augusta. Llena de lunares carnosos y estrías tolerablemente paralelas, siempre acudía cuando se averiaba el tazón del inodoro[1]. Llegó en 15 minutos. Entró con la llave que él le había dado. Se sorprendió con su llegada y quiso que se fuera inmediatamente. Qué diablos había hecho, llamar a este espantajo de nuevo:
[1] Augusta sostenía algún tipo de fijación con los aparatos hidráulicos. Las puertas y ventanas en su casa se cerraban y se abrían únicamente manipulando llaves de paso. En algún paseo al paramo de las hermosas se jactó de tener un ducha con 76 chorros, cada uno principio de un tono musical diferente y único, ajustado en la escala de Marmolejo. Nunca nadie conoció su maravilla. <<El doctor Lorenz dice que tengo ácidos en el estómago que solo le han encontrado a peces que se creían extintos. No soy yo, son los ácidos del cretáceo>> declaraba cuando los vecinos la acorralaban en la tienda. El sobrenombre estaba escrito en el cielo.