María es la última gran figura del Adviento. En su abandono absoluto para ser madre, el Padre encuentra la respuesta esperada: la acogida de su propio Hijo, don último y definitivo de su bondad.
La historia de salvación llega a su plenitud, no para quedar cerrada sino para abrirse a la novedad. Y en la cumbre de tiempo de la espera, del Adviento del Mesías e Hijo de Dios, está María: él entra en el mundo por medio de su encarnación en el vientre virginal de María y gracias a la inédita acción creadora del Espíritu Santo y el consentimiento de ella. Por eso en este último domingo de Adviento volvemos a escuchar con respeto y admiración el relato por el cual nos asomamos a este acontecimiento, la Anunciación/Vocación de María (San Lucas 1, 26-38).
Dios es fiel y cumple sus promesas. La profecía de Natán (Primera lectura) tiene eco y cumplimiento en el anuncio del Ángel a María (Evangelio). Con su declaración de ser la sierva del Señor, base de la aceptación de su palabra, ella se convierte en modelo de fe. La palabra toma cuerpo en María es una persona, esa persona en la que el misterio escondido se dio a conocer a todos los pueblos de la tierra para que, como María, respondan con la obediencia de la fe.
“Has oído, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo. Has oído que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta: ya es tiempo de que vuelva al Señor que lo envía. También nosotros, condenados a muerte por una sentencia divina, esperamos, Señora, tu palabra de misericordia.
Abre, Virgen santa, tu corazón a la fe, tus labios al consentimiento, tu seno al Creador. Mira que el deseado de todas las naciones está junto a tu puerta y llama. Si te demoras, pasará de largo y entonces, con dolor, volverás al que ama tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por el amor; abre por el consentimiento. ‘Aquí está —dice la Virgen— la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra’.”
Héctor De los Ríos L.