"¿Qué quieres hacer con ese candelabro? Eso no vale la mierda de la que está hecho. No puedes iluminar una sala con tantas sillas vacías. Tienes una casa muy grande para tener tan pocos amigos". No había otra pregunta que me recordara más el sonido de un vaso de kumis cuando se riega en una alfombra. Esa vez, en la tienda de carretera, lo pude escuchar claramente. Sentí cómo se desparramó por completo sobre el delantal de un japonés en la cocina. Lo escuché maldecir a los derivados lácteos y a Yukio Mishima, inmediatamente, pero lo que casi me hace perder la cordura fue el chillido que producía el kumis al ser absorvido por el delantal, donde tendría que hacerse a un lugar entre sangre disecada y viejas lágrimas de bilis. Tomé la mano de doña Bárbara, y la apreté. Cerré los ojos y sostuve medio litro de saliva en la nuez de Adán, naaa… nada. Otra vez. Nada. No pudo derrumbarse cómo aprendió a hacerlo en la playa, no, no era uno de esos días en los que podía caer con la gracia de una colilla.
– Bárbara, debo ir allá adentro – le dije señalando la cocina con el tenedor.
– ¿Por qué?
– Debo saber qué me estoy comiendo.
– ¿Debes?
– No debo, perdón, tengo.
– Ustedes siempre juegan con esas dos palabras…
– ¿?
– Debo, tengo… "tengo es que morirme…"
– ¿Ustedes?
– Sí, los colombianos… – Jonás no la dejó terminar. Le arrojó un vaso de jugo de guayaba en la cara.
– ¿Qué te pasa colombiche? – le gritó Bárbara, cegada por la pepas de la guayaba, porque en esa parte del país los coladores eran considerados de mala suerte. Pueden hacer que las vacas se dejen de los caballos, y bueno…. ya todos sabemos cómo termina eso.
– En mi pueblo uno se come las guayabas con los gusanos – dijo América.
– Los gusanos de la guayaba están hechos de guayaba, eso es seguro, seguuuro. – remató Marco Tulio. Jonás no dijo palabra y se apresuró hacia la cocina, le dio tres patadas al bote de la basura con cara de payaso y dejó de imaginar que ahí adentro viven los señores bigotones que arreglan los teléfonos cuando los gatos cruzan las lineas.
– Ahhh, allá va, buen perro, obedece desobedeciendo… – dijo entre dientes Bárbara. Y entonces Jonás se detuvo. Alguien había escarbado en su cabeza. Alguien lo encontró interesante. Recordó haber pensado eso de sí mismo hace un tanto. ¿Qué más habrá visto? ¿De qué tengo que avergonzarme ahora, vamos, dime? Ya no tenía fuerzas para hablar solo. Jonás salió del restaurante y atenazó su motocicleta. Partió entre una polvorela mientras sentía que América le agarraba una de sus botas pidiéndole que la llevara con él. Nunca supo cuántos metros la arrastró por el pavimento hasta que en una curva, eso cree recordar, salió disparada con bota y todo por un barranco.
– Te dije que no botaras tu almohada de plumas, te dije que apretaras bien mis botas, te dije que no me hicieras decir nada. – con esas tres acusaciones, que por otro lado eran justas y sinceras, despachó a América de su vida y le deseó una muerte serena y un entierro multitudinario.