“La música, más que la expresión del sentimentalismo”
Por: Lina M. Benavides
La Temporada 2012 de la Filarmónica de Cali no ha parado su “crescendo súbito”, en la batuta del maestro Irwin Hoffman el recorrido histórico de la humanidad sigue apareciendo desde diferentes perspectivas. El primer concierto de temporada dedicado al gran Beethoven situó a los asistentes en el lado donde la música es el penetrante fervor de la expresión de los sentimientos. En el segundo concierto lo que vivimos fue un repertorio de música Francesa dedicado a la gran orquesta, donde las imágenes del mundo sonoro aunque a veces narrativas, son profundamente objetivas.
La Sinfonía en Si Bemol Mayor Opus 20 trajo la presencia del romántico francés Ernest Chausson, con su expresividad intensa, su belleza orquestal y los grandes arcos melódicos que guiaron la obra. Su estilo rapsódico y por qué no decirlo espontáneo, llevó a los asistentes a recorrer diferentes estadios del alma y de la música: una estructura que recuerda a su maestro Cesar Frank, la semejanzas con Debussy y algunos pasajes que llegan al punto de la exagerada ternura al estilo Faure, ilustraron el contexto del compositor quien siempre estuvo rodeado de grandes personalidades artísticas.
La segunda obra, el Concierto para Violín N. 2 en Sol Menor Opus 63 del Ruso Sergei Prokofiev, llegó como un bálsamo para las emociones. El maestro Rubén Darío Reina, armado de su violín, liberó los corazones de los asistentes de la agresiva y molesta subjetividad humana y le dio voz a la belleza suavemente inhumana del mundo. El primer movimiento apareció con una delicadeza que definitivamente no tocó la puerta del sentimentalismo, por el contrario llegó atiborrada de melodías entrelazadas unas con otras, dando colores y creando imbricadas tramas sonoras donde los espectadores caminamos siempre a la expectativa. El segundo movimiento tuvo una particular dulzura expresiva, el misterio y el juego aparecían en diferentes partes de la orquesta mientras el violín seguía silbando a su antojo una melodía llena de color, a veces infantil, a veces grave y a veces intraducible al lenguaje humano. Finalmente el tercer movimiento saltó al escenario en medio de una fuerte excitación. El violín se movía dramáticamente, sin reposo, arrastrado por la fuerza del allegro ben marcato y por el increíble huracán melódico que no daba reposo alguno. Las castañuelas aparecieron en medio de una tormenta hermosa e implacable que llegó a su fin en medio de fuertes cobres que declararon la muerte final de la obra. Los aplausos sin embargo no dejaron que la tormenta cesara y retumbaron como truenos en el Teatro Municipal.
El maestro Rubén Darío Reina apareció de nuevo en el escenario y regaló a la audiencia, aún excitada, el tan afamado Capricho N. 24 en La menor del violinista del diablo, el gran Niccolo Paganini. Tras el derroche de técnica y concentración, los aplausos tronaron de nuevo y el Maestro Reina confirmó que el intérprete de nuestro siglo, nostálgico del arte de los antiguos maestros, no puede volver a retomar el hilo allí donde quedó cortado; no puede saltar por encima de la inmensa experiencia del siglo XIX.
Los aplausos se fueron menguando y como las últimas gotas que caen arrítmicas y solitarias, finalmente se apagaron. El teatro quedó en silencio, listo para una última descarga de elegancia y virtuosismo a la que el Maestro Hoffman empieza a acostumbrarnos.
La Valse, de uno de los más grande genios de la música orquestal francesa del siglo XIX, Maurice Ravel, llegó con su inconfundible caos de contrabajos, cornos y fagotes, que se batían en lucha por aparecer gigantes. Mientras tanto dejaban espacios donde las bellas melodías de un vals bailarín y juguetón aparecían como sutiles destellos que van cambiando el ambiente. La pugna se mantuvo a lo largo de toda la obra y cada instrumento -como celoso- hizo apariciones extraordinarias que recordaron el espíritu orquestal de su naturaleza. Una gran muestra de precisión, expresión y afinidad entre los músicos fue la responsable de hacer que Ravel de nuevo encantara el público que aún lo reclama.
La música, como cualquier arte, imita el mundo real de una manera específica, quizá por eso la música ha sido el gran pilar de la expresión del sentimentalismo humano. Sin embargo esta no es su única posibilidad. En el segundo concierto de la temporada, el programa estuvo dispuesto para que los asistentes recordáramos que la música no sólo es el lado acústico de la historia humana, es una dimensión donde los sonidos artificiales y los naturales se ponen en contacto y hacen mundos donde los humanos y nuestras pequeñas (o grandes) tragedias podemos dejar de existir.