Por Jimmy Arias
Los hechos graves están fuera del tiempo,
ya porque en ellos elpasado inmediato queda como tronchado del porvenir,
ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
Jorge Luis Borges, Emma Zuns.
Entré al cuarto de mi hijo y vi al demonio sentado en la silla mecedora, entre la tenue luz azul que le encendía para dormir. El bebé, tras el toldillo de la cuna, flotaba a la altura de las barandas dando lentos círculos. Tenía el cuerpito estirado, los brazos abiertos a los lados y la cabeza, colgando hacia atrás. Era viernes.
De a poco el corazón disminuyó los latidos; se corrió un manto oscuro, la catalepsia se retiró, desperté, abrí los ojos y pude moverme. Desde mi cama percibí al maldito Dante y no me aterró. Un hombre puede acostumbrarse a cualquier cosa, lo extraño fue que siguiera sentado en una silla que no era uno de mis muebles, y que se viese tan real como mi mano, o la daga sobre el nochero.
Los viernes viene el maldito. No tengo hijos, vivo solo en esta vieja casa. No fue fácil, nadie (cuerdo al menos) por voluntad querría encontrárselo; pero estoy cerca, ya lo dije, de acostumbrarme. Es un dominador del tiempo y el espacio. Su cara es invisible a la mirada directa, solo de soslayo mi vista la advierte, siempre como una incierta cifra en el límite de la luz.
Tiempo hace que aparece una vez por semana sin razón aparente. Disfruta atormentando a un ser inferior. ¿Quiere obligarme a ejecutar algún acto o robarse mi alma? Son conjeturas sobre un misterio porque su influjo borra los detalles. De los encuentros, solo puedo rescatar vagas imágenes, que pueblan de súbito mi consciente.
Su primer anuncio fue una pesadilla. Voy en un viaje de tres generaciones una noche sin luna. El carro se detiene y descendemos, una enorme zanja interrumpe el camino. Lado a lado, miramos desde el borde, la oscuridad solo deja adivinar la hondura. El abuelo da un grito sordo, gesticula, retrocede, ensaya un escape. Después mi padre, vestido en traje entero, negro el saco, negra la corbata, bebe algo de un vaso, inmutable susurra un nombre en la caída, no abre los brazos, mis ojos lo siguen. Siento miedo, cuando una mano que tiene el color del infinito abismo se acerca veloz, la preveo fría y tosca; pero antes de ser atrapado, comprendo que estoy soñando. Intuyo, ingenuo, que el escape es despertar y en un esfuerzo lo logro; pero mi realidad no es menos atroz que la del sueño, estoy paralizado, tan solo puedo entreabrir los ojos y respirar; como prisionero en mi propio cadáver; escucho los sonidos a mi alrededor pero no puedo moverme, y después, como si mi alma siguiera en la pesadilla, sobreviene la abominable sensación, la caída interminable, la angustia del esperado choque, hasta que al fin, de súbito, soy liberado y salgo del infierno.
La sensación de vértigo es permanente, mi cuerpo envejeció en una noche lo que en años. La cordura se diluyó en la falta de sueño y el temor; pero antes de enloquecer, por un motivo que desconozco, relacioné el infame sueño con la visita que hacía los viernes al asilo y decidí no regresar. Sé que el abuelo me espera, pero al fin logré dormir.
Supe que Jesús Daniel Tenorio había muerto mientras dormía. Sentí una momentánea pesadumbre, recordé sus métodos para hacer de mí un hombre de bien, más que las veces que alegró mi infancia. Desde mi nacimiento había heredado su segundo nombre y apellido; ahora era mía la vieja casa.
El viernes ulterior al sepelio, mientras leía, tuve la impresión de que alguien, o algo, decía a mi oído el mismo nombre que mi padre susurro en la pesadilla. Con cierto recelo me dispuse a dormir, y en el espacio entre vigilia y sueño, sentí la macabra energía de la parálisis; con esfuerzo entreabrí los ojos y vi las desvanecidas manos negras. El dueño del oscuro nombre hizo presencia ante mí. Aquí mis recuerdos se entremezclan y confunden, sé que me lleva a escenas de muerte, entre el horror de la víctima y las ansias del asesino. Pero mi memoria está vedada, tal vez mi mente olvida para salvarse; me siento cansado…
— ¡Recuerda a tu padre alma del infierno!
El grito seco espantó mi somnolencia, con un sentimiento de desgracia evoqué su rostro, lo vi (como en la pesadilla) inexpresivo y desdibujado, era un niño cuando se marchó, mi madre lo siguió al poco tiempo, el abuelo se encargó de mi crianza. ¿Qué los llevó a abandonarme, a dejarme en manos de un taciturno, cuando no despiadado? Recuerdo la tajante orden de no entrar a la cocina y el encierro en el sótano. En su juventud fue minero, ¿acaso de ahí su severidad? Fue (lo escuché muchas veces) el único sobreviviente. La densidad del gas en el fondo hace escasas las posibilidades de supervivencia. Cuando los rescatistas llegaron fue el único con vida entre quince cuerpos.
— ¡Déjenme Salir! ¡ Si hay Dios o Diablo! ¡Mi alma por salir!
El ruego de la nada me estremeció, no era la conocida voz, pareció un lamento de dos seres suplicando al unísono. De nuevo tuve la sensación de caer. Un llanto de recién nacido. Seguí el sonido en la habitación contigua, atravesé la puerta y más allá encontré un túnel de niebla; al fondo, tras una tenue luz, vi una silla, sentado en ella noté que se balanceaba, alcé la cabeza…
— ¿Qué quieres? – dije -.
— Cumplir mi palabra.
— ¡Qué quieres! – insistí -.
— Recordarte quién eres.
— Soy Daniel Tenorio y bien lo sabes.
— Mi pacto no es como el tuyo — contestó — aún puedo salvar un alma.
Como tinta en el agua corrió la maldad por mi sangre, una voz del pasado dijo:
« ¡Dante, tengo sed!» Y el niño entregó el vaso con veneno; escuché pasos que corrían sobre el piso de madera. ¡Suelte a mi hijo! – gritó el hombre con el arma -. Lo deposité en la cuna e intenté tomar la daga. Percibí un leve olor a pólvora, el frio entró por el cristal de la ventana, una tosca mano del color de la noche precipitó mi caída…
— ¡Déjenme salir si hay Dios o hay Diablo! ¡Mi alma por salir!
— Tu alma no es suficiente – dijo el demonio -.
— Te daré lo que pidas por salir de este sótano y no volver.
— Serán dieciséis almas, la última deberá ser la de un lactante.