Me siento junto a los 5 ancianos en la gran mesa. Esperamos el almuerzo y ya es tarde. Miramos por la puerta entreabierta y creemos ver a la señora de delantal blanco aparecer como por accidente y de repente desvanecerse entre las cortinas. ¿Qué pasa? ¿Por qué nos dejan morir de hambre? El señor Arcadio, el más decente y por lo tanto el más cobarde de todos, habla de sus enfermedades cutáneas y de lo mal que nos hemos desempeñado en nuestras funciones. Se refiere a nosotros como niños y operarios. A mí me mira y dice: “Siempre creí que eras un hombre con suerte” para luego añadir con severidad: “No permitiremos que te equivoques de nuevo”. Una señora de apellido Manzana mueve su cabeza de arriba apara abajo bruscamente, asintiendo hasta estrellar la quijada contra la mesa, y mostrándome sus dientes gruesos y azafranados vocifera: “¡Claro, claro!”. Mirándose las uñas el señor Arcadio retoma: “No tomes esto como un despido ni como una advertencia, pero déjame aclararte que hablamos en serio, tomaremos tu cuerpo y haremos de ti un trabajador entregado. Te obligaremos”
