
Por Benjamín Barney Caldas
Arquitecto de la Universidad de los Andes con maestría en historia de la Universidad del Valle. Docente en la San Buenaventura y la Javeriana de Cali, el Taller Internacional de Cartagena y la Escuela de arquitectura y diseño, Isthmus, en Panamá. Miembro de la Sociedad Colombiana de Arquitectos, la Sociedad de Mejoras Públicas de Cali y la Fundación Salmona.
Lo que diferencia la arquitectura de la construcción común, pese a que por supuesto ambas comportan una estética, es su propósito deliberado de que emocione con lo que se ve de los volúmenes y espacios exteriores e interiores de los edificios cuando se los mira al recorrerlos, o cuando se recorren con la mirada. En la arquitectura las circulaciones no pueden ser meramente funcionales si se pretende tener a través de ellas una experiencia significativa, pero tampoco se debe comprometer su eficiencia, confort o seguridad.
Por eso dicha experiencia depende fundamentalmente de cómo se desequilibra la simetría en las fachadas de los diferentes cuerpos de una edificación, e igualmente en los alzados de sus distintos recintos, y sobre todo de cómo incide en ellos la luz, lo que también los desequilibra. Y algo similar pasa con los espacios públicos como calles, plazas y parques, o los patios y jardines privados, que precisamente están es al aire libre y cuya cubierta es el cielo, por lo que en ellos las sombras se producen es sobre sus suelos.
Sin luz no se ven los edificios ni los espacios públicos, y aunque también se perciben con otros sentidos, sin verlos, sonidos, texturas y olores son otra cosa. En el acertado manejo de la luz en edificios y espacios urbanos estriba buena parte de su capacidad de emocionar. Matiza, cuando no crea ex profeso, las sorpresas a lo largo de los recorridos y de las vistas a través de los vanos. Las que cambian a lo largo del día, con el movimiento del Sol, y ya entrada la noche que, sobre todo en las ciudades, nunca es totalmente cerrada, y menos ahora que la iluminación artificial permite otros efectos.
Por su parte, la composición de los volúmenes, fachadas, elevaciones y espacios de un edificio depende de cómo se organicen sus diferentes recintos a lo largo de un eje de composición, en uno o mas pisos. En la arquitectura hispanomusulmana y en consecuencia en nuestra arquitectura colonial se acoda generando sorpresas, coincidiendo con el espacio continuo y asimétrico de la mejor arquitectura moderna. Y se logran mas emociones en los recorridos cuando se los combina con los remates propios de las composiciones axiales.
Igualmente es muy importante la repetición de elementos. Una columna es solo una columna y su belleza depende de ella misma, pero ocho en fila ya son un templo y la belleza de este depende mucho mas de la repetición de sus columnas que de la belleza de cada una de ellas. Es lo que va de una teja a una techumbre, de un simple voladizo a un maravilloso pórtico, de una serie de ventanas a una desabrida fachada cortina de vidrio. Es la repetición de casas similares, pero no idénticas lo que hace bella una calle, un barrio.
Lo atractivo aparece cuando la simetría de las fachadas, alzados, plantas o cortes, se desequilibra intencionalmente, en mayor o menor grado. Desde la antigüedad los más admirables edificios simétricos, que lo solían ser casi todos, presentan algo que rompe su simetría y genera su belleza única. Desequilibrio que se presenta sencillamente cuando se los mira en escorzo, cuando tienen elementos asimétricos o, ya en la arquitectura más reciente, cuando son totalmente asimétricos, pero en los que de todas maneras hay un orden aunque oculto.