Por Patricio Almeida
El estudiante de leyes, devenido en marica, reconocido como humano solo por rufianes y prostitutas de pezón oscuro, se cruzó de piernas y sonrió como le habían enseñado. Cómo aprendo de rápido, habrá pensado con sus dos metros de estatura estorbándole la pose desprevenida, esa que ensayó durante semanas, para verse natural, como si un tipo de ese tamaño se pudiera ver normal en una silla tan pequeña y con un pantalón que le hería la entrepierna. Había estudiado ya más años de los que la dignidad permite y solo tenía de eso unos cuantos amigos y el recuerdo de algunos códigos penales ya derogados. En ocasiones anteriores intentó ser hábil con las palabras y vivir de ellas, pero no vocalizaba bien la doble ere y, jamás se dio cuenta de esto, se perdía en parqueaderos públicos y centros comerciales. La ley se tornó en su contra y no pudo más que protegerse con las manos. Ahora estaba ahí, solo, y se acomodaba el pelo, que por lo delgado, se le escurría sobre los ojos y le causaba escozor en la nariz. Sus grandes manos se apretaban contra una almohada que llevaba consigo, cosa de la que se avergonzaba regularmente dejándola caer al suelo, pero siempre levantándola de nuevo, pidiéndole perdón en voz alta. Yo lo veía desde mi rincón y pensaba en ir y decirle lo tonto que se veía tratando de ser atractivo para otros buitres. Pero no lo hice, me paralicé, de pronto me asaltó el recuerdo de la deuda externa y no pude moverme ya nunca más. Dos cervezas intactas sobre mi mesa, un hombre tonto con una almohada sin funda y el hedor de de mi sombrero, mi única compañía.