Caliescribe presenta estas narraciones de ficción como parte de su compromiso con la divulgación de la palabra escrita en todas las formas que ésta pueda tomar.
Por Patricio Almeida
Había estado preparando mi musculatura pensando en la llegada de un momento como éste, así que creí estar preparado desplazarme en la cuadratura del círculo como si fuera cosa de ir a comprar cigarrillos. Como nadie tenía fe en mi propósito, me aseguré de entender por qué las buenas ideas ocurren en ausencia de público y por qué algunos hombres crean universos para reinar, en los que terminan siendo sometidos por invasores telepáticos. He visto como los obligan a dimitir ante sus hijos imaginarios, he visto como los hacen bailar, a punta de fusil, canciones brasileras silbadas por el ejército de salvación, que nunca afina y que siempre anda en una ambulancia muda.
Muy podrido por la suerte de estos pioneros cerebro vasculares, y solidarizado por la simpática cobardía con la que asumieron la derrota, decidí cobrar mi pensión por invalidez. No pueden decir que no soy un neurótico a la hora de preparar un escenario. No pueden negar mis avances en el manejo de la doble negación. Y sí, muy útil todo esto al final a la hora de pintarme como un hombre paralizado. Si mandé credenciales navideñas con flor de imagen: este pedazo de hombre en una silla de ruedas diseñada entre Agatha de la Prada y Steve Jobs.
Así que todos estaban invitados a la inauguración de mi silla de ruedas. Que es el mismo evento donde, milagrosamente volveré a caminar. Incluso apostaré mis brazos a una carrera con un caballo parapléjico que se arrastra en dos patas. Una última jugada antes de saltar del puente.
Cuando di el primer paso tenía algo de ventaja, pero creo que en ese momento, lo digo porque el público me lo dijo, la había perdido por completo. Avanzaba con el viento en contra, así que, la brisa, que en ese momento se tornó densa y fría, me trajo el smog azucarado de los ingenios sólo por un instante. Era, sin duda, un acercamiento fortuito, sin embargo parecía que mi precipitación fuera la consecuencia de un tropiezo anterior, en apariencia concluyente, pero infinito como los rotos en las medias. Las consecuencias de mi andar, ahora tan confuso, no parecían importarme, luego, se podría pensar que nada temía, pero, la verdad, era que sólo estaba concentrado en el hecho, en aquellos pasos que reducían la distancia a dejarse caer, a una mirada vaga, con los ojos arrancados, a salvo en los bolsillos, entre monedas y facturas amarillentas, y las cuencas abriéndose, el párpado encalambrado, el hueso recogido, perfilando un inmenso orificio, más grande que mi cráneo, para que ella pudiera meter sus dedos por allí, o su mano entera, y así sacarme de adentro toda la mierda y la nostalgia que se había acumulado allí durante años, desde que éramos bacteria, diminutos despojos de cielo que se erguían afeminados hacia un océano de nubes y polvo, que lo cubría todo y cada cosa, desde que era una proteína en el testículo izquierdo de mi padre: ”fueron sólo unas cuantas cervezas, tranquila, mañana tus hermanas nos darán de comer y criarán nuestra prole, vaya, que para eso son familia” así dijo el tipo, la primera cagada y la última cerveza, mimetizadas en ese instante ridículo que al que los ángeles respondieron golpeándose la frente con la palma de la mano izquierda y haciendo comentarios destemplados sobre los torpes terminados de sus batolas. El recuerdo de innumerables alegrías, tantas que no cupieron en la billetera esa mañana y tan breves que entre una y otra se hubiera podido construir una ciudad entera, me hizo recogerme en un tres y arrojarme al río, por el que ningún barco pasaba.