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Ciudad

Redaccion Caliescribe, 20 April, 2013

Por Gerardo Bedoya Borrero (Q.E.P.D)

Abogado, poeta, político, escritor y diplomático.

La Ciudad es clásica, el campo es romántico. La primavera es un límite y un orden. El segundo, en cuanto a naturaleza, es infinito y libre.

En la ciudad hay formas trazadas por el hombre: paralelas, rectangulares, curvas. Hay geometría, pero un designio humano de reunión, y en los mejores casos de convivencia. Amo a la ciudad por lo que tiene de concreto y delimitado. Si le quitamos el fervor humano, podemos comprenderla. Si incorporamos la tribu, el hormiguero la hace apasionante, pero menos inteligible.

La historia de la ciudad es la del comercio, la del vecindario y la de la competencia. La cercanía del prójimo dinamiza las almas y, en cierta forma, las envilece. Aunque el aliento humano aniquila todas las cosas, como decía Rosseau, la ciudad es el escenario propio del hombre. Y además, allí, ciudad siempre recursiva, allí también hay un sitio para el solitario.

Recuerdo el campo de mi infancia: el pie de monte con su suave declive; a la derecha un guadual tupido, lleno de loras y de micos. Atrás, la agria  serranía del Garrapatero. Y al fondo, la llanura se prolongaba como un mar  hacia el poderoso Cauca distante. Mario Carvajal hablo de “la tristeza del llano”. La congoja del atardecer en la planicie del Valle del Cauca.

Hay una porción de campo y de naturaleza que se infiltra en las ciudades. Ceibas centenarias, samanes, chimi-nangos, el rio, las palmas. Y las colinas aun no mancilladas del todo. ¿Estos elementos de la naturaleza, al incorporarse a la ciudad, son domesticados? Se les han quitado en parte su poder y su libertad para que el paisaje urba no los pueda soportar y asimilar. La ciudad: orden y límite. El pobre ser humano, cuando actual, a veces hace obra de clásico: dominar el exceso de la naturaleza, po- Tier algún orden de la vida. La abolición de la ciudad orgánica y monocéntrica ha lesionado en gran parte la convivencia. Y esta era la mayor virtud urbana. La ciudad policéntrica, desvertebrada en sectores y autonomías, desintegra las solidaridades. Pero se ha hecho inevitable. Visitar el antiguo casco urbano como turistas o como inspectores urbanos ad hoc, y n o como ciudadanos, se ha convertido en el sino moderno de quienes aman las ciudades donde viven.

El automóvil holló el recinto sagrado de lo urbano y transformo la calidad de la vida de las gentes. Su presencia complico los términos de convivencia, y empezó a determinar, en medida cada vez mayor, el perfil urbano. Avenidas, autopistas, puentes, y la implacable ampliación de calles señalaron el advenimiento del nuevo huésped: el automóvil. El intruso que remplazaba al peatón y en cierta forma al ciudadano. Sin embargo, el automóvil ya es parte de los activos urbanos. La ciudad es un monstruo de digestión gigantesca, que se alimenta sin cautela con todos los inventos y locuras del hombre. Es el gran rumiante;  mastica y asimila todas las formas que surgen de la historia.

La sectorización y autonomización progresiva seguirán consolidándose. Sin embargo, es posible que ese proceso se altere. Si el futuro de la técnica hace que el hombre de trabajo  o tenga que salir de su casa, puede ocurrir dos cosas: 1) Que la ciudad desaparezca como concepto y como realidad. 2) Que el ser humano así aislado presione un regreso a la convivencia dentro de los agregados urbanos. Esta segunda hipótesis me parece más  probable y menos desoladora.

La ciudad tiene un incierto futuro como realidad, aun, que lo más probable es que sobreviva, porque en alguna forma corresponde a una exigencia de la naturaleza urbana. Pero el futuro depende de un cataclismo de la ciudad contemporánea.

Cuando esta sucumba y se haga imposible toda convivencia, allí empezara la ciudad del futuro.

La ciudad tradicional ha dejado de existir, la ciudad del futuro no se ha creado todavía.

Estamos condenados a la ciudad. ¿Cómo adaptarnos a un espacio mediocre de convivencia? No hay escapatoria distinta de la imaginación. Hay que imaginar una ciudad ideal  sobre el plano de la real. Construir todos los días, sobre los mismos trayectos deficientes, la ciudad verdadera de los sueños. Cada ciudadano debe edificar por la calle su pequeña quimera urbana. Solo la presión de un, modelo superior, no alejado sino superpuesto a la realidad arruinada, convierte al ciudadano en un ser vivo y libre.

¿Hay lugar para el corazón y la piedad en la urbe deshumanizada? Si, donde siempre lo ha habido: en la persona misma, no en el entorno. Es la persona la que debe poner los valores humanos en la ciudad sin alma.

La mejor forma de tolerar la hostilidad del medio urbano son los recuerdos y la tradición: los trayectos que retienen un júbilo, un amor, una esperanza o una fachada de por lo menos cincuenta años. La ciudad es espacio para los sueños, para la libertad y para los límites. La Ciudad es uno mismo.  Un vasto espacio humano para que el hombre ejerza todas las opciones.

Ese espacio influye en su conciencia. Esta, a su vez, ejerce su influencia sobre la ciudad colmada. Ciudad y conciencia se deben la una a la otra.  Necesitan el mutuo contacto para rehacer una realidad. El enjambre de ciudadanos es posibilidad inminente de infortunio; pero esas conciencias, que son a la vez conductas, operan en ese espacio como posibilidad de convivencia. Allí hay siempre una cierta categoría de humanidad dispuesta a nacer en cualquier instante. El anonimato multitudinario es también la posibilidad de encontrar al justo de la Escritura.

Ciudad es la pluralidad en la unidad plural. Pluralidad de los individuos concretos aglutinados en torno de una unidad ficticia, que a su vez se desgaja no en individuos, pero si en segmentos.

Los individuos, los grupos, la masa. La misteriosa ficción unitaria de la ciudad acoge a estas tres categorías humanas sin disolverlas del todo o sin afirmar con resolución sus respectivas identidades. El individuo persiste allí en su ser irremplazable, pero se refiere al grupo y a la posibilidad o inminencia de la masa. Los grupos, o sea las tribus, los sectores, los oficios, los barrios, las clases, se deslizan sobre un eje intermedio entre el individuo y la masa: ese eje es la ficción de la unidad en un solo escenario. Estos segmentos deberían articular todo el conjunto humano, pero en las grandes ciudades suelen asumir funciones autosuficientes. La ciudad no es siempre totalitaria. Carece muchas veces de fuerza suficiente para absorber los segmentos en una homogeneidad cultural y tiene un designio.

Un fenómeno distinto son las muchedumbres inconexas de las ciudades. La potencia de la masa disuelve en forma transitoria a los individuos y a los grupos. Pero esa disolución es engañosa: es solo un espasmo en la historia. Es un fenómeno mucho más interesante la posibilidad siempre presente de que la masa aparezca e irrumpa.

La teoría de los rangos es crucial para la comprensión de una ciudad, debido a la multiplicidad diversa de los grupos y a la necesidad de salvar a toda costa a la persona de la fuerza gravitacional de la masa y de los grupos. La teoría de los rangos pretende que cada categoría ocupe el sitio que le corresponde. Que cada una ejerza sin arbitrariedades las funciones propias de su índole. Más que una fuerza represora o compresora, los rangos son una presión expansiva y civilizadora.

¿Cuándo la masa debe englobar a otros grupos y arrastrar a la persona? ¿Cuánto debe ceder cada cual? ¿Cómo puede quedar intacto el ser humano? ¿Cuál es el objetivo común del cual participen la persona, los grupos y la masa? ¿Cómo organizar esas categorías en torno de ese fin común? ¿Cuáles son los derechos a los espacios de las personas, los grupos y la masa? Estas preguntas son éticas. Son bases para una moral urbana porque sus respuestas conducen a la formulación de valores y a la distribución de responsabilidades.

Individuos, grupos y masa juegan en la ciudad un juego de alternancias, referencias y posibilidades. La ciudad debe permitir que estas tres categorías humanas puedan allí realizarse a sí mismas.

Y esta el espacio urbano: el público y el privado. La forma de la ciudad. Fondo y forma son lo mismo, o al menos terminan por parecerse. En el caso de la ciudad, las categorías humanas, determinan el mapa urbano. Más aun: el fondo de la ciudad, o sea la posibilidad de convivencia de esas categorías humanas, es al mismo tiempo la forma de la ciudad en la medida en que ese espacio es construido según vivan sus vidas y administren sus convivencias los hombres y las mujeres que allí habitan. El espacio público tiene varias características: a) Frecuencia indiscriminada, b) Utilización gratuita, c) Cambio en el tiempo, d) Libertad y límites, e) Intersección entre lo privado y lo público.

Estas características del espacio público lo exponen a todos los abusos y a todos los reclamos. La posibilidad de frecuentación por todos en cualquier momento, el uso gratuito y la confusión entre lo particular y lo publico hacen de ese espacio una víctima de la indeterminación de las responsabilidades. La transformación en el tiempo, la libertad y los límites, hacen bailar a las conciencias en la cuerda floja de lo histórico y de los polos contrarios de la condición humana.

La historia es la esencia del espacio urbano. La Ciudad es lo histórico por excelencia. Lo histórico hace vulnerable a la ciudad. Todo cambio en el pensamiento humano, toda transformación histórica, tiene consecuencias en las formas de convivencia y por lo tanto en el espacio urbano. Cicatrices, arrugas, dimensiones, esplendor y decadencias son las huellas que la historia deja en las ciudades. Para comprender bien el destino de una ciudad es indispensable recordar siempre su matrimonio indisoluble con la historia.

El espacio privado no existe en el vacío: no está recluido ni sellado. La ciudad es un todo: lo público y lo privado. En lo esencial, el hombre se comporta en sus recintos personales como lo hace en los públicos. La ciudad es resultado de una cultura privada y pública. Detrás de las fachadas están los mismos hombres que recorren las calles.

El espacio público no nos hace peores; puede mejorarnos si posee las condiciones para educarnos. La ciudad toda, lo interior y lo exterior, debe ser una Paideia: una educación. O sea una disciplina. Este descubrimiento incomoda a quienes pensaban, confundidos por la amplitud de las opciones urbanas, que era solo una libertad.

El espacio público tiene una importancia política y social muy grande: es la forma de dar esparcimiento y dignidad a los sectores populares. Es un mecanismo redisbru-tivo y compensatorio.

La importancia política y social del espacio público se deriva de que es un derecho fundamental del ciudadano y de que este puede reclamarlo como tal de las autoridades.

La ciudad es el espacio para la cultura. Esta no florece sino en el entorno urbano, que es el sitio de la historia. La cultura aparece en las sociedades organizadas donde hay unos vínculos y flujos de poder y unos espacios adecuados para la creación y para la crítica. Solo el espacio urbano crea estos vínculos y esos ámbitos.

La ciudad, por lo visto, es un monstruo de muchas cabezas. Escenario de la historia y de la cultura, espacio de la libertad y de los límites, posibilidad de realización de la persona, de los grupos y de la masa. Y a través del espacio público, mecanismo de justicia social y ámbito para la dignidad del hombre.

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