Gerardo Bedoya B. (Q.E.P.D.)
Caleño, escritor, político y diplomático.
La ciudad antigua y la moderna son sueños. La primera desapareció; la segunda no existe todavía. La primera es una nostalgia, la segunda una quimera. El hombre contemporáneo transita desgarrado entre el muñón de lo perdido y la inminencia de un modelo que debe reemplazarlo, pero que no ha nacido todavía.
Hay dos vertientes de la modernidad: la que busca la destrucción total del pasado y la que significa diversidad, vitalidad, plenitud de la vida. La primera ha primado sobre la segunda, por lo menos hasta los años ochentas. Hoy todavía padecemos sobre todo en el mundo del subdesarrollo, las consecuencias de esa primera vertiente.
El habitante camina entre ilusiones y pesadillas, buscando algo que dure, que exista, que sea verdad. La movilidad, diosa moderna, destruye los ídolos, mata las referencias. Queremos refugiarnos en lo que permanece. Nos dicen que la vida es cambio, movimiento, fugacidad. Y que ahora es también velocidad. Todos los instrumentos de la nada o de la incertidumbre conspiran contra la ciudad. Pero no tenemos otro lugar habitable. Y el único habitable o no existe, o está amenazado. Pero anhelamos una relación con lo inmutable y visible, que puede ser testigo de otras vidas y de la nuestra. Una referencia urbana que nos inspire confianza. No la tenemos. Por esa razón la vida urbana es un espejismo y una paradoja sufriente: es el sitio que se mueve, que tiene que moverse. Y es el sitio que tiene que permanecer. El lugar y la ausencia.
Lo fijo y lo móvil. Aparece y desaparece. Esa oscilación no s acongoja, pero es la norma del lugar donde vivimos: afincarse, evaporarse. “Todo lo solido se desvanece en el aire” según Marshall Berman.
Una catedral que ha desafiado los siglos tiene algo de extraterrestre: vive en la clandestinidad, huye de la persecución. Es una anomalía: se evadió del destino periclitante. ¿Por qué la han perdonado? Porque siempre algo queda. Rudos testimonios del cambio y de la permanencia pruebas de que la permanencia es necesaria, pero excepcional. No es el tiempo el que destruye las cosas si no la historia. No son lo mismo. El tiempo no es el enemigo. Es el hombre: el hombre-vandalo que cree abrirse camino hacia el futuro por entre la historia.
El entorno, los hitos urbanos son vitales como los brazos, los ojos, los oídos. Cuando esos hitos sucumben bajo la piqueta demoledora, nos arranca de cuajo órganos con los que percibimos el mundo. Ciudades que cambian cada veinte años privan al hombre de eficaces medios de conocimiento. Núcleos urbanos que no maduran conducen al analfabetismo del alma. El cambio se justifica cuando lo nuevo merece estar allí.