Vida Nueva
Por Héctor De los Ríos L.
Hechos de los Apóstoles 2,1-11
Este domingo celebramos y revivimos el misterio de Pentecostés, la plenitud del misterio de la Pascua en la efusión del Espíritu Santo. Celebramos el fuego de amor que el Espíritu encendió en la Iglesia para que arda en el mundo entero: ¡fuego que no se apagará jamás!
Es el Espíritu Santo quien, con su fuerza unificadora, nos lleva a todos -en la multiplicidad de dones- a aceptar y confesar una misma fe en Jesús “Señor” nuestro.
Es el Espíritu Santo quien se hace presente en los oídos y en el corazón de todo oyente de la Palabra, para que sea posible para que cada oyente se abra a la fuerza penetrante de la Palabra.
Es el Espíritu el que transforma el pan y el vino en el cuerpo entregado y en la sangre derramada de Jesús, prolongando en cada asamblea eucarística su Pentecostés.
Es el Espíritu Santo el que hace de la comunidad cristiana no una simple asociación de personas buenas y religiosas, sino el Cuerpo Místico de Cristo, el pueblo reunido en el amor de la Trinidad que canta en alabanza las maravillas de este amor de Dios en la historia.
Es el Espíritu el que nos impulsa en el seguimiento cotidiano de Jesús, infundiéndole a nuestra existencia una dimensión siempre nueva de alegría, paz, verdad, libertad y comunión. No es lo mismo vivir con Él que sin Él.
Es el Espíritu Santo quien es la fuente de la santidad de la Iglesia. Porque se ha derramado el Espíritu, la Iglesia es santa, e incluso podríamos decir que si hay santos es porque el Espíritu continúa obrando hoy como ayer.
El Espíritu Santo es el amor personal del Padre y del Hijo, y amor quiere decir vida, alegría, felicidad.
Por eso hoy clamamos con entusiasmo, con todas nuestras fuerzas: “¡Ven, Espíritu Santo!”.