Por Héctor De los Ríos L.
Siguiendo el hilo del evangelio de Lucas en la lectura dominical encontramos, después del monumental capítulo 15 sobre la misericordia, una catequesis sobre el uso inteligente de los bienes terrenales. La conexión con la parábola del hijo pródigo se percibe: éste joven antes de su conversión era de esas personas que malgastan torpemente sus bienes (“malgastó su hacienda”; 15,13).
También hay una conexión con el pasaje que leímos hace quince días: puesto que el discípulo ha renunciado a todos sus bienes, corre el riesgo de caer en espiritualismos ingenuos que lo llevan a pensar ya que no tiene responsabilidades con el trabajo, la economía del hogar o de la comunidad, y que todo le va a caer del cielo.
Estas preguntas nos pueden ayudar para entrar en el evangelio de próximo domingo: ¿La sola piedad y la buena voluntad son suficientes para oficiar la Iglesia en el mundo de hoy? ¿Habiendo tanta gente ingeniosa para el mal, somos también ingeniosos y creativos para el Reino de Dios? ¿Ponemos en el servicio al Reino toda nuestra astucia y energía? ¿Podemos dejar de lado la reflexión crítica y de alto vuelo y la competitividad en nuestras acciones en el mundo? ¿Podemos dispensarnos de una formación cristiana seria? En fin, a cada uno de nosotros nos corresponde descubrir cómo podemos ser “hábiles” y “competentes” para el Reino de Dios.
Porque este es un tema importante, Jesús (y hoy la Iglesia junto con él) nos pide que paremos un poco para escuchar la evangélica lección.
Nuestro pasaje de hoy es breve. El punto de partida está en la parábola del mal administrador (que al final resultó bueno; ver 16,1-8) y en su aplicación. Jesús saca lecciones de la gestión empresarial, tal como funcionaba en aquellos tiempos, para mostrar con qué criterios un discípulo suyo debe manejar el dinero y las propiedades, no importando que lo poquito sea. Estos criterios aparecen formulados en las palabras de Jesús que estamos siendo invitados a profundizar.
En la Galilea de los tiempos del Jesús terreno, los administradores eran numerosos. Ellos gerenciaban latifundios e importantes propiedades en beneficio de sus propietarios, quienes habitualmente vivían en Jerusalén o en otras ciudades. De vez en cuando se supervisaba la gestión de estos administradores. Ocurría a veces que después del control de cuentas alguno que otro era pillado por desfalcos o abusos en el libro de contabilidad. Jesús se basa en esta realidad para contar una parábola en la que uno de estos administradores, cuando es denunciado, reacciona rápidamente y se gana amigos antes de que sea demasiado tarde. A cada deudor le disminuye el equivalente un centenar de jornadas de trabajo, lo cual parece demasiado.
La parábola se fija en que la sabiduría del administrador -que inicialmente parecía incompetente- estuvo en ordenar su gestión pensando en su existencia futura, la cual se vio amenazada cuando lo echaron del trabajo.
Jesús entonces lo felicita “porque había obrado astutamente”. Con esto quiere decir que si “los hijos de este mundo”, con su modo de actuar, entienden que para asegurarse el mañana deben actuar en el hoy con inteligencia y prudencia, con mayor inteligencia debe obrar los “hijos de la luz” para los asuntos de la vida en plenitud, que es la vida eterna.
Deduce entonces la moraleja: “Haceos amigos con el Dinero (en lengua semita: ‘mammón’) injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas”. La lección es que la sabiduría de los hijos de Dios se debe demostrar sobre todo en el uso de los bienes terrenales. Si una persona convierte los bienes injustos en bienes imperecederos –como sucede en 12,33 al hablar de la caridad- un día lo recibirá en las “moradas eternas”. A un discípulo se le requiere esta destreza.
Al discípulo se le pide (1) que sea “fiel” –en el sentido de “responsable”- en la administración de lo terreno y (2) que esta administración no desvíe su corazón de su opción radical por Dios, sino todo lo contrario, que se consagre completamente y con absoluta lealtad al “servicio” de Dios y de sus intereses en el mundo (=el bien y la salvación del hombre).
Los dos aspectos se complementan; es más: se requieren uno a otro. Son como dos caras de la moneda. Uno corre siempre un riesgo si no hace la complementación: por una parte, se cae en la mundanidad sin trascendencia, si los esfuerzos de la vida no sobrepasan la labor de “sobrevivencia” inmediata y no se trabaja seriamente para el don mayor de la vida que nos aguarda en el Reino definitivo de Dios (las “moradas eternas”); y viceversa, se cae en un –también peligroso- espiritualismo si nuestra opción radical por Dios nos lleva a descuidar nuestras responsabilidades presentes (el trabajo, la familia, etc.).