Vida Nueva
Por Héctor De los Ríos L.
San Lucas 18, 9-14
La Parábola “del fariseo y el publicano” también nos muestra la eficacia de la oración, la cual no depende de la bondad del orante sino ante todo de la bondad de Dios quien escucha y responde las plegarias. Igualmente se denuncia un mal hábito, lastimosamente expandido entre algunas personas piadosas que piensan que la salvación depende de su esfuerzo solamente, razón por la cual se vuelven excesivamente rígidas en el cumplimiento de las normas, y olvidan que ella es esencialmente un don de Dios. Leamos atentamente el texto…
Por ser parábola esta no es una “historia verdadera” sino una “historia que dice algo verdadero”. Para ayudarnos a comprender cuál es la actitud “justa” del hombre con Dios, Jesús propone dos ejemplos contradictorios: el del un fariseo y el de un cobrador de impuestos.
Comienza el pasaje con la anotación: “(Jesús) dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola”.
Esta introducción anticipa el objetivo primario de la parábola: expresar un juicio sobre aquellos que se presentan ante el Señor con la equivocada convicción de que son “justos”, o sea, de que están perfectamente sintonizados con la voluntad de Dios por el simple hecho de poner en práctica las normas legales y cultuales, al mismo tiempo que desprecian a los demás.
En el presentarse como “justos” y al mismo tiempo “despreciar a los demás” hay una contradicción interna. El Dios de la misericordia predicado por Jesús “es bueno con los ingratos y perversos”. ¿Cómo era este desprecio de los demás? La parábola que sigue lo va a ilustrar. Pero anticipemos un buen ejemplo de “desprecio por los demás” en la declaración altiva de un grupo de fariseos en Juan 7,49: “Esa gente que no conoce la Ley son unos malditos”.
La línea que demarcaba una clara división entre los fariseos y los demás era el conocimiento de la Ley. Su actitud orgullosa se basaba en el poder que les daba el conocimiento: “Yo conozco; tú eres un ignorante”, “Yo soy justo; tú eres pecador”, “Yo tengo valor ante Dios y los demás; tú eres un pobre tonto”.
¿Cuál era la realidad que había por detrás de esta mentalidad? Por el mundo-ambiente de los tiempos de Jesús, sabemos que el conocimiento “perfecto” de la Ley estaba reservado para la clase privilegiada de los escribas, particularmente los del grupo de los fariseos, quienes eran los más meticulosos. No era fácil conocer la Ley como la conocían estas personas piadosas, por eso era complicado conseguir ponerse al nivel de ellos. Para conocerla bien había que estudiar mucho tiempo, preferiblemente desde niños.
El hecho es que, puesto que la Ley era la expresión de la voluntad de Dios, solamente quienes la conocían a fondo estaban en condiciones de cumplirla y presentarse como “justos”. Los demás, quienes transgredían continuamente muchos de sus pormenores, fuera por ignorancia o por falta de una disciplina espiritual estricta, automáticamente eran clasificados entre los “pecadores”.