
Por Benjamín Barney Caldas
Arquitecto de la Universidad de los Andes con maestría en historia de la Universidad del Valle, y Profesor Titular (Jubilado) de la misma. Docente en la San Buenaventura y la Javeriana de Cali, el Taller Internacional de Cartagena y la Escuela de arquitectura y diseño, Isthmus, en Panamá, e Isthmus Norte, en Chihuahua. Miembro de la Sociedad Colombiana de Arquitectos, la Sociedad de Mejoras Públicas de Cali y la Fundación Salmona.
Las ciudades, escenario de la cultura, las define Lewis Mumford (La cultura de las ciudades, 1938), implican la crónica de todo lo construido. Edificios, donde habitan patriarcas otoñales y ciudadanos comunes, y espacios urbanos públicos, que recorren diariamente por años, por lo que son tan importantes, físicamente, como, social y económicamente, lo que sucede en ellos.
Después de cien años de soledad ya el 80% de los colombianos vivimos en ciudades (de las que no se habla en La Habana), y lo importante ahora son sus sub centros, sus plazas, calles y parques con olor a guayaba, y no sólo las vías intersectoriales, pues para mejorar su calidad de vida tienen que facilitar el encuentro de los ciudadanos, como dice Edward Glaeser (El triunfo de las ciudades, 2011), además de la vivienda familiar, que deberían poder alquiler cerca al trabajo.
Aun sea cándido, todo programa de gobierno es también de construcción, como dice Wolgang Braunfels (Urbanismo Occidental, 1983), y en la medida en que la propiedad privada del suelo dificulte que un POT cumpla con la función social que le demanda la Constitución, hay que aplicar decididamente el impuesto a la plusvalía e impedir así su naufragio como ha venido pasando.
La importancia del trazado, diseño y uso de las calles ya la había anunciado Sibyl Moholy –Nagy (Urbanismo y Sociedad / Historia ilustrada de la evolución de la ciudad, 1968). Calles que deben ser ante todo para los peatones, y de ahí dotadas de amplios, llanos y arborizados andenes, y que la preferencia a las bicicletas y el trasporte público en sus calzadas no sea otro cuento peregrino.
Preocupa que en Cali se ha vuelto costumbre asignar a dedo el diseño de sus espacios públicos, y que no tengan coherencia entre ellos ni continuidad. Lo que ha llevado a que la ciudad y su imagen sean cada vez mas como una hojarasca. Estos proyectos deberían ser, como antes, concursos públicos locales, nacionales o internacionales según, con jurados idóneos, parte de los cuales debería ser común a todos y vivir para contarlos a los nuevos.
Y es una equivocación darlos a profesionales de afuera que en general no tienen por qué conocer su laberinto de climas, topografías, paisajes y tradiciones urbanas, arquitectónicas y constructivas, ni tiempo para enterarse, ni quien les escriba al respecto. Y es una falta de respeto para con los profesionales locales, que además no tienen las mismas posibilidades allá.
Se precisa, pues, una Junta de Planeación, a mala hora eliminada. Autoridad única y estable conformada por delegados de los organismos municipales pertinentes, representantes de los programas académicos, gremios profesionales y asociaciones mas relacionados, para orientar conceptualmente el POT, vigilarlo una vez aprobado por el Concejo como parte de un Plan de Desarrollo, y protegerlo con amor en tiempos de tantos demonios.
Hay que entenderlo como el diseño urbano-arquitectónico de las ciudades, y devolverle a esos saberes su conformación física como propuso Jane Jacobs (Vida y muerte de las grandes ciudades, 1961). Y no que sean los políticos los que “negocien” su diseño, secuestrados por urbanizadores, contratistas de obras públicas y constructores de vivienda, que apenas consideran la conveniencia de cada uno, lo que ya ni siquiera es noticia.