Por Benjamín Barney Caldas
Arquitecto de la Universidad de los Andes con maestría en historia de la Universidad del Valle. Ha sido docente en Univalle y la San Buenaventura y la Javeriana de Cali, y continua siéndolo en el Taller Internacional de Cartagena, de los Andes, y en la Escuela de arquitectura y diseño, Isthmus, en Panamá. Miembro de la Sociedad Colombiana de Arquitectos, la Sociedad de Mejoras Públicas de Cali y la Fundación Salmona. Escribe en Caliescribe.com desde 2011.
Tal es el título del capítulo X del “Manual de civismo”, 2014, el libro de Victoria Camps y Salvador Giner que en Cali todos deberían leer o al menos las ocho cortas paginas de dicho capítulo… o siquiera esta columna hasta el final. El asunto es que el civismo trata del modo de vivir en la ciudad, propio del ciudadano; es esa paz urbana de la que no habla el acuerdo. Como ellos lo dejan en claro en la introducción, son tres palabras originadas, precisamente, en “civis”.
Son los que afean la ciudad privándola de su encanto. Los que la ensucian, o que dejan que sus perros lo hagan, los que pintarrajean sus muros, los que hacen ruido con su música o con sus vehículos o con sus pitos o con sus reparaciones locativas los fines de semana, los que se pasan los semáforos en rojo, o no respetan los pasos peatonales o se estacionan en los andenes, los que cruzan las calles por la mitad, los que demuelen construcciones sin permiso, los que cuelgan grandes avisos en edificios disque destinados a la cultura, o instalan vallas o antenas en cualquier parte y sin ninguna consideración.
El civismo urbano que proponen Camps y Giner es el del mínimo comportamiento respetuoso de los demás que cualquier ciudadano debe practicar so pena de convertirse en un antisocial y hasta en un delincuente. Es preciso, dicen, que “las personas sean de una misma manera si quieren vivir juntas” pues las ciudades necesitan personas cívicas, dispuestas a compartir unas normas y a respetarse mutuamente con prudencia, templanza y sabiduría, virtudes de las que ya habló Aristóteles, quien consideraba que lo que nos hace únicos es la capacidad de actuar de acuerdo con la razón (Tom Butler-Bowdon, 50 Clásicos de la filosofía, 2013, p. 36).
Pero, como lo recuerdan Camps y Giner, Rousseau ya advirtió que las leyes deben “reinar en el corazón de las personas” pues mientras la fuerza legislativa no les llegue a fondo siempre serán incumplidas. Es decir que deben ser parte de la cultura y sobre todo cumplibles, lo que con inaudita frecuencia no es posible con muchas normas en Cali; por ejemplo las de tránsito, como se ha explicado en esta columna. Y además aquí si que abundan los simplemente idiotas, “del lat. idiōta, y este del gr. ἰδιώτης idiṓtēs”, como llamaban los griegos a una persona que no está integrada a la “polis”.
El problema es, pues, saber convivir con el consumismo, la anomia y la multiculturalidad, como concluyen Camps y Giner. Especialmente con ese conjunto de situaciones que derivan de la carencia de normas sociales o de su degradación, que es en lo que consiste la anomia, como también ese trastorno del lenguaje que impide llamar a las cosas por su nombre, que es su segunda acepción, o que pide que se hable bien de lo que a todas luces va mal, para tapar el Sol con las manos
Y, como advierten ya en el capitulo I, “vivir es convivir” y todo lo que somos ha sido producido por la ciudad en la que nos criamos: el idioma, la cultura, el comportamiento social, la economía y desde luego la política, que es el manejo de la “polis”. El que debería ser para paliar las desigualdades y la arbitrariedad del poder social y económico, y que lo altruista no ceda ante el egoísmo, que la regla de oro sea “no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti mismo” de la que habla Rousseau: “La libertad consiste menos en hacer la propia voluntad que en no estar sometido a la de otro, consiste además en no someter la voluntad de los demás a la propia” (Butler-Bowdon, p. 334).