Por Raquel Hernández

Un hombre se levantó una mañana al lado de su mujer, después de dormir junto a ella durante 30 años, y  al decirle ese día tiernamente ¨gorda¨ y hacer un gesto señalando la barriga prominente que salía de las sabanas, para pedirle el desayuno; de su boca salieron palabras que claramente eran parte de su lengua materna. Esta vez, contrario a las otras mañanas tenían un marcado acento de inglés, era incomprensible, cuando su experiencia más cercana a Inglaterra había sido comprar té marca hindú hecho en Palmaseca, Acopi-yumbo.

Ni su mujer ni él lograron comprender el extraño síndrome del acento extranjero, sin embargo, durante meses de tratar de pedirle ayuda a la EPS e intentar cuanto bebedizo les recomendó cada brujo que encontraron en el centro de la ciudad, los esposos decidieron acostumbrarse. Ahora la mujer presume a sus amigas de su esposo “europerizado”, y él, mientras, se escurre en el sofá, sintiéndose ridículo, escondiéndose cada vez que lo invitan a jugar un partido, recordando las veces que se burló de los paquetes ingleses.

Contrario a este hombre, Cali se acomodó a su sillón, pero no por una lesión neurológica que afectara sus funciones lingüísticas,  aunque se tendría que hablar de una larga lista de síndromes que le afectan, definitivamente el caleño sólo estaba avergonzado de ser caleño, y no poder imitar ningún acento. Afortunadamente sentarse no requiere de grandes habilidades, la posición de los pies y las manos tampoco esconde grandes secretos, mucho menos es difícil mirar por la ventana y notar que Cali está ardiendo por medio de la pantalla del televisor, mientras se tira una que otra expresión por las escaleras para recordarle a su vecino su poca humanidad. Ante todo, en Cali es más práctico añorar una época que nunca vivió, o imagina que vivió, que llegar a conmoverse ante lo que sucede. Se podría considerar como síntoma de una gran imaginación y memoria, pero se convierte más en un lugar común lleno de detalles insulsos, para decirle a otro que se fue amigo de alguien interesante, y que éste haga la suma y lo haga sentir más importante.

Pero haciéndole honor a ese alto grado de complejidad al sentarse, nos remitiremos a una de las actividades que no sólo requiere sentarse, sino un alto grado de movilización de partículas y neuronas, actividad menospreciada y que ha ocasionado un gran desinterés del público espectador en general: el cineclubismo. Se aprovecha para anotar que a ese caleño habilidoso le vendría bien cambiar el lugar para sentarse, pero es comprensible que no le interese: moverse con tanta habilidad por cráteres sin tener las piernas suficientemente largas es un problema de alta geometría.

Los cineclubes nacen de la necesidad de unos ñoños por ver el cine que les gusta, bajo la honorable excusa de estudiar, analizar películas de calidad, o lo que ellos creen que lo es, decodificando los elementos que hay en una película. Es así que el primer cineclub se origina en Francia, llamado Club Francés del Cine, en defensa del derecho de la cinematografía, comenzando una lucha directa con el cine comercial. En Colombia nace en Bogotá, conocido como Cineclub de Colombia, creado hacia el año de 1949, bajo la iniciativa de Hernando Salcedo Silva, todo un petimetre, de saco y sombrero, crítico de cine colombiano muy bien puesto y de renombre, convirtiéndose en el que sería el cineclub más antiguo de Latinoamérica.

Pero esta historia en Cali comenzó con un personaje un tanto diferente, de clase media-alta, que usaba gafas grandes, tartamudeaba en público, escribía mal sentado y  le gustaba el teatro tanto como el cine western. Tal vez ahora hay más de una mala copia hispter de él, ante todo, su nombre ha sido mal usado en estos tiempos, casi como un credo católico, para los artistas atormentados de este seco cañaduzal, quién más sino Andrés Caicedo.  El cineclub se localizaba en una casa comunal en el centro de Cali, conocida como Ciudad Solar. Más de uno ha pasado por ahí, después de largo tiempo de hacer ejercicios sentado frente a youtube. Este personaje era quién escogía que película que se proyectaba al medio día. Luego pasó a proyectar en el desaparecido teatro San Fernando, donde todos le metieron la cuchara al escoger las películas y se sentaron muy juiciosos en esa sala. Algunos personajes aún se ven deambulando cerca de la muchachada caleña realizando una que otra película, o en la movida artística, Eran el Grupo de Cali.

Hacia 1977, el cineclub empezó a desaparecer, cuando murió su creador. A pesar que se trasladó a la Cinemateca la Tertulia, para atraer nuevos espectadores, bajo la dirección de Ramiro Arbeláez y Luis Ospina. No obstante, no logró tener la contundencia del pasado, incluso, en 1979 por iniciativa de Gonzalo Arango, nace el Cineclub Cine Ojo, que desaparece al año.

Es esto que reconocemos el carácter efímero de los cineclubes, es toda un prueba para  permanecer sentado. En Cali, sin embargo, la terquedad es un mal que se agradece en ciertas ocasiones.  Y ha hecho que se comiencen a gestar cineclubes de diferente carácter que deben lidiar con derechos de autor y espectadores borrachos. Estos héroes para la butaca se enfrentan a pequeñas salas casi vacías y la satisfacción de ver como si hay gente que juega el fútbol también hay gente que se sienta frente a una pantalla.