Por: Pedro Corrosivo.

Según decires públicos érase que se era, en inmemoriales tiempos, una bella ciudad en un bello país, ampliamente conocida por todos con el bello nombre de la Sultana. Era la Sultana, capital de una plana y fértil provincia donde todo era bello. Bellas eran sus mujeres y tan bellas eran, que de ellas alguien dijo un día que eran como las flores. Y sus hombres era lo que llamaban en esa época, cojonudos y verracos.

Luis XVI fue rey de Francia y un hombre ignorante de su responsabilidad y su compromiso con la nación.

Y  resulta buen amigo que me lee, que para administrar tanta belleza y tanta cojonería juntas, el pueblo entero, dice la leyenda, se puso de acuerdo y escogió, en reñida y apretada competencia, el que para ellos sería el más bueno y bello de los monarcas, el que sería, según la sabiduría popular, el rey más macho de los machos, el más inteligente entre los inteligentes, el que sabría administrar tanta belleza, el sabio sanalotodo que sabría curar cualquier mal.

Sí, el mensaje del prístino candidato caló y cayó en tierra abonada. Su elección sería la redención según el decir popular. Era el nuevo monarca, por demás ferviente amante de los gatos, sí de los gatos, que por alguna extraña razón atraía y entonces la gente lo miraba como a un santo pues, de forma insólita, hasta esos felinos animales lo seguían.

Y era tanta su fama, que a donde llegaba el hormonado y bello rey, de varonil y recia voz, todos lo admiraban y acataban sus testiculadas órdenes, y  féminas y caballeros lo seguían con embelesado delirio.  El monarca les ronroneaba como un minino y mediante un enredado y teórico lenguaje, que poco entendían,  les  distraía de lo lindo mientras el pueblo, cándido como siempre, entonaba loas en su honor.                                                      

Pero como la belleza y la alegría son efímeras y como todo en este perro mundo tiene fin, llegó inexorablemente un mal momento para el gatuno rey.  Sí, a aquel monarca que a todos escuchaba y al que todos amaban por sencillo y  dialogante, cuentan que para su mala fortuna, por extraña razón e incomprensible designio,  lo mordió uno de sus más entrañables y cercanos gatos, trasmitiéndole una horrible enfermedad que, por aquellos lares, los eruditos de la época llamaban “prepotenciaes auditives” dejándolo, para tristeza de  sus amantes súbditos, más sordo que una tapia. Ninguno de sus conmilitones y nadie en tan maravilloso reino, se atrevía a decirle al bienaventurado monarca que estaba sordo y aquel asesor que medio se atrevió a  insinuarlo, fue retirado ipso facto y expulsado para siempre de sus afectos. Y entonces continúa la leyenda, la ciudad se dividió y hasta los bobos del pueblo comenzaron a pelear por el monarca. El uno defendiendo y el otro atacando al noble rey.  

-¡Que no Pacorro! que el Rey no es sordo.

– ¡Que si Josefina! que me lo aseguró la vecina.

 Y nada que el rey se daba por aludido.

Y dicen que dicen, que entonces el pueblo entero estaba desinflado y triste y todo de ahí en adelante fue decepción y dolor…Y dale y dale Pacorro y Josefina, con la cantaleta del sordo y la vecina… Y nada que el rey respondía ni escuchaba a sus más fieles asesores. Y seguramente enceguecido por el besamanos y la lisonja, por las pródigas venias de sus más gatunos súbditos y con la complacencia y asesoría del Concejo de Sabios, que por esas épocas eran ungidos por  el pueblo, el monarca, más sordo que nunca, se volvió lejano y prepotente. 

Y continuó sordo a  cualquiera que osara contradecir su omnipotente sabiduría, ignoró a aquellos que lo llevaron al trono y desechó a los representantes del pueblo y a quienes bien le aconsejaban. Y   de   ahí  en  adelante, ¿Quién dijo miedo? Sin medirse en gastos y sin freno alguno programó fastuosas obras, todas al tiempo, e impuso tremendos impuestos. Quería pasar a la historia por haber tenido la lucidez y coraje de gobernar en una especie de Megalópolis y por haber tenido la osadía de reformar el Olimpo, o Mejor dicho ¡El cielo! de los dioses de su época. Y ante su complacencia,  los gatos de la época que le seguían mudos y contemplativos, dejaron de cazar  roedores y se volvieron complacientes con sus naturales enemigos y es más, hasta donde cuenta la historia, se volvieron aliados entrañables. Y hasta aquí amable lector, cuentan los cronistas de la época sobre la historia de este rey embelesado en su propio ego. Pero sin embargo, para finalizar su relato textualmente agregan estas palabras  que a mi juicio nos dejan una gran lección:

 “Y así de ahí en adelante

 sigue la historia narrando,

 que el que pudo ser buen gobernante

dejó al pueblo exclamando.

Piénsenlo un buen rato

cuando de elegir se trata,

no  sea que  por elegir un gato

vaya y se le cuele una rata.

Y recuerde, en esto de la elección

antes de reelegir un Pirobo

medítelo con atención,

pues más vale elegir hombre pobre.

Y después de tan crudo  relato, y  sin que me tilden de morrongo, pienso meditando un rato, en el sabio poeta Pombo, cuándo sobre este interesante tema, expresó en iluminado poema:

“Gobiernos dignos y timoratos, donde haya queso no mandéis gatos”