Por Fabio Rodríguez G.

En Colombia muchas de las características del conflicto que vivimos proceden de lo que entendamos por “justicia” y, a mi juicio, ahí está la clave de muchas de nuestras complicaciones. Bien sabemos todos, que la atmósfera enrarecida que respiramos encuentra sus multiplicadores no sólo en el campo de la lucha armada, en el de los ideologismos de la subversión, sino también en los paros cívicos o en la cada vez más intensa apatía social.

Siempre ha sido la Justicia la preocupación básica de la humanidad, desde el momento mismo en que se congregó comunitariamente y siempre lo ha sido porque en ella radica la clave de la convivencia. En el origen real del Estado está ubicada primero la Justicia que la misma Libertad. Y en consecuencia, nos engañaríamos si pretendiéramos eludir el desafío que representa la situación de la Justicia Social en Colombia. Y más engaño sería si quisiéramos lograr el orden social, haciendo caso omiso de las necesidades básicas de muchos de nuestros conciudadanos.

El hecho es que una sociedad no puede considerarse saneada y en el camino acertado del desarrollo, si una parte de sus asociados está excluida de la posibilidad de supervivir o de hacerlo dignamente. El bienestar no puede ser tan sólo para un grupo ya que él ha de tener un imperativo comunitario. Pero la Justicia Social es un valor dinámico en sí mismo que existe porque hay intereses en conflicto, propios de la libertad de iniciativa y de las diferencias individuales. Lo fundamental entonces no es eliminar esas libertades, sino darles un cauce diferente redefiniendo en cada fase del desarrollo los intereses, entre los cuáles debe darse prelación a aquellos que atañen a la nación, a la comunidad y a los individuos.

Una clara visión de los intereses que interactúan en una sociedad es lo que permite pactar un desarrollo equilibrado y da pie a la redefinición de un verdadero contrato social, en el que se sientan claramente identificados todos aquellos que la conforman y por lo tanto acepten que sus conflictos se tramiten en paz, sin tener que recurrir a la violencia ni dar pie de apoyo a crecientes actos de subversión y de terrorismo.

¿Nos hemos puesto a pensar cuántos colombianos están en situación insalvable de miseria, en cuántos caleños viven dentro de la pobreza absoluta, en cuántos niños a duras penas logran sobrevivir? Si cada uno de nosotros respondiera a estos interrogantes, tendría seguramente una imagen aproximada de la dimensión del problema que estamos viviendo en esta ciudad de nuestros afectos. Y es que es bien difícil pedirle a quienes padecen los efectos de esta situación, que defiendan el sistema que los produce, que apoyen sus valores, que acaten sus orientaciones y más aún no es imposible pensar que se alinien emocional o activamente contra él.

No podemos engañarnos ni disculparnos en la generosidad o en una presunta solidaridad, ni tampoco en la caridad cuando el problema es básicamente de Justicia, porque todas esas otras opciones, indudablemente válidas y apreciables en sí mismas, sólo comienzan a ser efectivas realmente cuando y sólo cuando la Justicia ha sido satisfecha. No podemos reemplazar la Justicia con la generosidad porque de hacerlo esa generosidad sería injusta.

Cuando se tiene encima la sombra y el peso de las múltiples “Agua blancas” de la nación; cuándo se siente el atosigamiento de los paros cívicos reclamando lo que nosotros ya tenemos y sin lo cual consideramos sería imposible vivir; cuando se pide agua, techo, sanidad, alimento y empleo; cuando se siente el fardo de una nación que se desangra en una muda guerra civil no declarada, se siente que es indispensable retomar la iniciativa, liderar el conocimiento, construir alternativas e iniciar de nuevo el camino.

Analizar las necesidades de la ciudad y de sus gentes, actuar decididamente en la tarea de cerrar la brecha social de la cual surgen no sólo los resentimientos sino también las discordias, no sólo las discordias sino los enfrentamientos, es el compromiso que estamos llamados a asumir. Con sinceridad estimo que congregarnos en torno a la justicia social, es el mejor aporte que podemos hacerle a nuestra ciudad y a la nación, pero ese aporte debe estar marcado por la inteligencia y el diálogo, por la iniciativa y la constancia… El orden social al que aspiramos sólo puede construirse productivamente si todos los esfuerzos se orientan a la promoción del “bien común”.

¡No nos sigamos equivocando! La situación exige audacia y constancia a más de claridad y conocimiento. Es imperativo reordenar la sociedad, partiendo de las necesidades y por consiguiente de las prioridades sociales, a fin de que nuestros derechos tan preciados no se queden en el campo de las puras declaraciones.