Por Benjamín Barney Caldas
Arquitecto de la Universidad de los Andes con maestría en historia de la Universidad del Valle, y Profesor Titular (Jubilado) de la misma. Docente en la San Buenaventura y la Javeriana de Cali, el Taller Internacional de Cartagena y la Escuela de arquitectura y diseño, Isthmus, en Panamá, e Isthmus Norte, en Chihuahua. Miembro de la Sociedad Colombiana de Arquitectos, la Sociedad de Mejoras Públicas de Cali y la Fundación Salmona.
Las ciudades, en tanto el escenario de la cultura que son, según las definió el sociólogo e historiador Lewis Mumford (La cultura de las ciudades, 1938), implican la consideración de todo su patrimonio construido y no apenas los bienes inmuebles de interés cultural. Ya que son grandes y complejos artefactos de tres dimensiones, que habitan y recorren los ciudadanos diariamente a lo largo de los años y las décadas, constituidos por edificaciones que conforman espacios públicos, como lo son los diversos tipos de calles, plazas y parques, que en consecuencia son tan importantes, físicamente y económicamente, como, socialmente, lo que pasa en ellos.
El progreso de las ciudades, depende, dice el economista Edward Glaeser, de que atraigan personas inteligentes y permitan que colaboren unas con otras (El triunfo de las ciudades, 2011), para lo que hay que lograr, como lo afirma él, que se encuentren físicamente en calles, plazas y parques, como en edificios de uso público, desde mercados, cafés, restaurantes y diversos almacenes, hasta escuelas, bibliotecas, museos y centros culturales, además de la vida familiar en las viviendas, por lo que las de interés social deberían ser primordialmente para alquilar, y no en propiedad, para permitir la fácil movilidad urbana de sus usuarios, incluido su transporte.
La importancia del trazado y uso de las calles y el diseño de los edificios que las conforma, es, en consecuencia, lo primero, como lo recuerda la historiadora de la arquitectura y el arte Sibyl Moholy –Nagy (Urbanismo y Sociedad / Historia ilustrada de la evolución de la ciudad, 1968). Calles ante todo para los peatones, y de ahí que hay que dotarlas de amplios, llanos y arborizados andenes, y en cuyas calzadas se de preferencia a las bicicletas y al transporte público sobre los carros particulares. Eliminando los fatales retrocesos y voladizos, y retornar a las fachadas paramentadas tradicionales y de alturas similares, disponiendo, si es del caso, de los antejardines importados.
Los POT, entendidos como el diseño urbano-arquitectónico de las ciudades, deben recurrir a dichos saberes, a los que hay que devolverle su conformación física, como propuso la divulgadora y teórica del urbanismo Jane Jacobs (Vida y muerte de las grandes ciudades, 1961), mediante concursos públicos de arquitectura y urbanismo, con jurados idóneos, quitándosela a los políticos corruptos, y urbanizadores, contratistas de obras públicas y constructores de vivienda que apenas consideran miopemente la rentabilidad de su negocio, el que por lo demás podrían mejorar si también pensaran en la ciudad y en la arquitectura y no sólo en su construcción.
Finalmente, la propiedad privada del suelo hay que controlarla con su plusvalía; y la obsolescencia permitida a sus construcciones, y el consumismo de las nuevas, denunciado por el periodista y escritor Eduardo Galeano (El imperio del consumo, 2005), hay que detenerlos. Lo construido es una inversión económica y de agua y energía, y se puede remodelar agregando pisos para re densificar sin especular, y haciéndolo bioclimático y no contaminante, usando la plusvalía de construcciones en altura, en los grandes vacíos existentes, para que no se extiendan mas los servicios y recorridos, haciendo las ciudades mas sostenibles y respetables de su contexto.