*David Millán Orozco, Mg.
Arquitecto
Mediaba la década de los noventa del siglo XX cuando tuve oportunidad de asistir a los carnavales en alguna población de Murcia – España, de cuyo nombre quisiera acordarme. No era para mí habitual que en una fiesta popular apreciase manifestaciones como las que ahí encontré. Una comparsa conformada por un grupo de machos ibéricos disfrazados de tupé rosa encima de la barra de la principal taberna del pueblo en una invernal tarde de febrero, era más de lo que mi formación me permitía valorar como expresión festiva. Pero estaba ante una realidad que la reciente democracia española sumada al espíritu libertario de sus jóvenes configuraba como una más de tantas expresiones posibles de jolgorio y alegría. Y así sucedía en los pequeños pueblos y ciudades de la región en cuyos carnavales se observaban elementos en común y otros diferenciadores de la manera como cada población organiza y disfruta sus festejos. No quedó en tal recorrido ninguna duda que cada pequeño territorio se estaba encontrando con su propia manera de ser y de festejar.
Hoy, cuando para poder organizar el desfile del Cali Viejo debemos traer silleteros de la Feria de Las Flores o invitar los Yipaos del Eje Cafetero, nos encontramos con que la Feria de Cali no se parece a lo que realmente somos y hemos construido como manifestaciones culturales los habitantes del valle geográfico del medio río Cauca. ¿Qué estamos entonces celebrando en esos tan especiales cinco días del año los caleños y vallecaucanos cuando nos congregamos en la denominada Feria de Cali? ¿A qué estamos invitando turistas nacionales y extranjeros a nuestra ciudad en esas fechas?
Los recientes acontecimientos en la Cabalgata, el desgaste que está sufriendo el joven Salsódromo, la repetición anual del desfile de Autos clásicos, la posmoderna pobreza del carnaval del Cali Viejo, la usurpación de espectáculos por parte de algunos empresarios, el incumplimiento e irrespeto con los consumidores de la rumba, la exclusión de importantes grupos de población, entre otros, dan cuenta de una feria que no es propiamente de Cali y de los caleños; es un encuentro desordenado de deseos, expectativas y oferta para el tiempo libre y el ocio vacacional, que no se alcanza a corresponder con los desarrollos institucionales y comunitarios que debiera tener una urbe de 2.5 millones de habitantes.
Pareciese un asunto menor, pero no es así. La rumba hay que tomársela en serio; hay que pensarla, organizarla, saberla ofrecer y saber disfrutarla. La fiesta es otro más de los actos creativos de una sociedad; no es un encuentro desordenado de hormonas y subculturas dañinas que imponen su modo de divertirse a una sociedad entera, porque las autoridades ceden inescrupulosamente al interés particular de quienes agencian modelos impropios para gozar. Es inconstitucional incluso, invertir recursos públicos en una fiesta para grupos particulares que desconocen el derecho de toda una población a divertirse sana y creativamente. Y aunque el conjunto de las manifestaciones culturales puedan no ser del agrado de todos los ciudadanos que asistan a los festejos, ellas deberán tener un lugar si se refieren a elementos de nuestra sociedad que se han transformado para ganar un espacio, siempre y cuando se presenten de manera rigurosa y laboriosa ante el espectador.
Así como aun debemos encontrar el espacio adecuado para el errante Festival de música del Pacífico Petronio Álvarez, tenemos ahora el reto de transformar radicalmente la Feria de Cali. Diseñar colectivamente una fiesta que comprenda lo que somos y tenemos como sociedad, que adecue y construya los espacios que cada evento requiere, que promueva manifestaciones de la diversidad cultural y territorial que tenemos, que obedezca a una política pública consistente, porque con lo que ha sucedido en este fin de 2013 la cosa no está como para lanzar cohetes. Aunque no faltará quién se pregunte a esta altura qué tiene que ver la alegría con la democracia.