Por Guillermo E. Ulloa Tenorio

Economista de la Universidad Jesuita College of the Holy Cross en Estados Unidos, diplomado en alta dirección empresarial INALDE y Universidad de la Sabana. Gerente General INVICALI, INDUSTRIA DE LICORES DEL VALLE, Secretario General de la Alcaldía. Ha ocupado posiciones de alta gerencia en el sector privado financiero y comercial.


Hace unos días tuve la oportunidad de viajar por tierra a Bogotá, recorrido que no realizaba hace muchos años. Indudablemente la autopista que atraviesa el centro de nuestro valle geográfico es sin lugar a dudas una excepción en infraestructura. De Cali hasta la Paila se viaja cómodamente en doble calzada, bien señalizada y con límite de velocidad acorde a las especificaciones de su tendido.

Sin embargo, hasta Armenia ya se percibe una disminución de velocidad por falta de extensión de doble calzada, la cual se va agotando llegando a Calarcá, donde empieza el viacrucis de la eterna e interminable carretera para superar el alto de la Línea. Palpable, el inconcluso túnel de la línea, cuya entrada en el Portal Galicia parece un campamento de exhibición de  maquinaria y no la solución vial que se requiere para desarrollar una economía competitiva global. Al otro lado, en el Portal Bermellón, se repita la escena de desidia para la terminación del túnel de 8.2 km, con el cual se reduciría el tiempo en casi una hora más imprevistos de incalculable tiempo por accidentes y derrumbes en su recorrido.

Bajando de Cajamarca hasta Ibagué se observan numerosos monumentos a la indolencia estatal. Viaductos inconclusos, bien aprovechados por amantes del “bungee jumping” desde donde se descuelgan a su salto de alta adrenalina y muchas bocas de pequeños túneles que descongestionarían la vía, sin finiquitar. Mientras tanto sigue su actual recorrido serpentino característico de siglos pasados.

Excelente el desvío al sur de Ibagué, nuevamente en doble calzada hasta llegar al Alto de Gualanday, donde se devuelve a una sola calzada en tortuosa y casi interminable llegada al peaje que después nuevamente devuelve la característica de moderna autopista.

Aunque la concesión Melgar-Bogotá habilitó el túnel de Sumapaz, excelente obra de ingeniería, que nos quitó la histórica pasada por la “nariz del diablo” en el recorrido hacia la capital, a pocos metros el flujo vehicular es recibido por ventas de piqueteadero típicas cundinamarquesas que frenan la velocidad vial. Estas ventas a pie de carretera son repetitivas en la subida a Fusagasugá, atravesando Silvania hasta llegar a Chinauta. Pasando el peaje de Chusacá parecería haber terminado el ya largo recorrido de nueve horas, pero es recibido por la caótica entrada a Soacha, fácilmente tardando dos horas en llegar al norte bogotano, para un total de once horas.

Es lamentable que la demora en concluir vías y excesos astronómicos de presupuestos iniciales resulte en incremento de peajes y tiempo de concesión. Además la capacidad del flujo en su diseño inicial es superada por el vertiginoso crecimiento del parque automotor, volviendo intolerante recorridos por carretera en este trayecto concluyendo la inviabilidad del concepto existente de construcción de infraestructura vial por concesión.

Después de once horas, 500 km, $75.000 en peajes, más combustible y alimentación tomé la decisión de devolverme por avión. El pasaje aéreo costó $83.000, el bus del aeropuerto a la estación del MIO $5.000 y mi adorado articulado $1.500. Es decir por $ 90.000 y en 90 minutos estaba de regreso al sur de Cali.

Por ello pregunto. ¿Serán algún día viable las concesiones viales? O quedaremos a merced de amplias concesiones en tiempo que sirven intereses particulares en contravía del desarrollo  económico y social de los colombianos.