Por: Fabio Rodríguez González

La informalidad laboral aumenta día a día en Colombia. Ya hace tiempo que dejó de ser una expresión pintoresca de la vida en las ciudades para adquirir magnitudes preocupantes. Su crecimiento desbordado genera problemas de congestión y deterioro del centro urbano y agudiza la situación de una economía que no logra competir a nivel internacional.

Sobre este problema han proliferado soluciones municipales, nacionales y aún internacionales que se debaten entre los que apoyan el mantenimiento de las normas existentes con la consiguiente aplicación de las medidas de fuerza; y aquellos que por otro lado consideran a la informalidad casi la única manera de generar empleo. A mi juicio, ni los unos ni los otros tienen razón en su totalidad.

Siempre he considerado que sólo quien conoce la realidad se encuentra en capacidad de transformarla. Y si lo anterior es así, en el diseño de cualquier decisión es necesario conocer por lo menos unas características generales que permitan formarse un panorama de lo que realmente son los llamados informales y el porqué de su existencia.
En términos generales, los informales son personas muy independientes, “batalladoras”, optimistas y soñadoras, que ante la falta de oportunidades buscan mediante el desarrollo de algún tipo de negocio, alcanzar un nivel de subsistencia adecuado para ellos y sus familias. Son gente aguerrida y “rebuscadora” que no se deja derrotar fácilmente y como todo empresario, siempre están buscando la forma de mejorar su negocio, conseguir créditos, etc. Diría igualmente que su principal motivación radica en la necesidad de subsistir.

Para ellos, las normas vigentes han sido promulgadas con criterios totalmente alejados de la realidad. Su criterio sobre la legislación vigente se expresa en esta frase: “Es una legislación hecha desde un escritorio, por personas altamente tecnificadas; pero sin conocimiento alguno de la realidad”. Por eso insisten: “Hay que diseñar normas que en vez de castigar. Traten de conciliar el emprendimiento y el deseo de salir adelante con el bienestar general de la comunidad”.

El hecho es que en un mundo que cambia cada día, no pueden existir criterios estáticos que validen el axioma de “la ley es la sanción escrita de lo logrado en el pasado”; porque si es concebida con inteligencia, la ley no será un callejón sin salida que obstaculice le generación de las realidades por venir.

Nadie, expresaban los antiguos, tiene derecho a exigirle a una comunidad instituciones más perfectas que la que ésta pueda soportar. La ley debe estar hecha en la medida de lo que el ciudadano pueda comprender, asimilar y en consecuencia acatar. Visto lo anterior, lo deseable sería desarrollar un proceso que haga viable la realización de un nuevo pacto social que se refleje en una normatividad que le permita a la informalidad integrarse al mundo de la legitimidad; pero partiendo de sus propias necesidades y posibilidades.

El problema no se soluciona exclusivamente con medidas de fuerza pública, es decir con Policía, Ejército o con estatutos de seguridad. Lo cierto es que no conocemos un sólo caso en países democráticos, en que utilizando exclusivamente la fuerza pública se haya logrado algo realmente importante en la lucha por erradicar la informalidad. Por lo anterior cualquier tipo de solución debe aplicarse a partir de un proceso de concertación, donde intervengan como actores el Estado, las entidades interesadas y los propios informales.

Solamente cuando encontremos el camino y el curso de acción a seguir de manera concertada, se deberá proceder y hacer cumplir, por medio de las autoridades competentes, los compromisos adquiridos. El problema es en gran medida de hambre. La gente no encuentra alternativas diferentes para subsistir. Por eso pienso que la necesidad no necesita de un policía que la vigile sino de una actividad productiva que la satisfaga.