Esta semana recordamos el golpe de estado del 13 de junio de 1953. Sin duda fecha difícil para nuestra tradición institucional y democrática. También fue un intento fallido por encontrar la paz entre los colombianos, entonces representados en los dos partidos tradicionales. Digo lo anterior, pues si el 10 de mayo del 57 fue el nacimiento del Frente Nacional el 13 de junio fue un aborto previo del pacto bipartidista que sí sería exitoso tras los acuerdos de Sitgues y Benidorm.
Se olvida que el mandato de Rojas Pinilla fue inicialmente concebido como un régimen de gobierno bipartidista. Es falso sostener – como afirman con vehemencia tantos historiadores- que Rojas supuso un ligero cambio cosmético dentro de la hegemonía conservadora. Por supuesto, tampoco fue la llegada del liberalismo al poder. Ni lo uno ni lo otro.
No se puede sostener la tesis de la continuidad de la hegemonía con el sector más ortodoxo del conservatismo, – el laureanismo- , sin representación en el gobierno de Rojas y al contrario, en franca oposición. Jorge Leiva, Vicente Casas, Álvaro Gómez o Belisario Betancur representaban un importante sector del Partido Conservador que no acompañó el golpe ni al nuevo régimen. Al mismo tiempo, es difícil hablar de hegemonía conservadora ante un gobierno cuyo inicio fue aplaudido por liberales como Carlos Lleras o Darío Echandìa (el mismo que afirmó “no fue un golpe de estado sino un golpe de opinión”)
Por otra parte, un amplio sector del conservatismo, encabezado por el ex presidente Ospina Pérez sí apoyó al nuevo gobierno. Parece que el grueso de las dirigencias en uno y otro partido vieron con Rojas la posibilidad de una franca reconciliación nacional y por ello, en forma mayoritaria, apoyaron su llegada al poder.
Pero pronto el nuevo gobierno defraudaría las altas expectativas que en su inicio despertó. Más que un golpe de estado o un golpe de opinión, lo de Rojas fue un breve golpe de suerte que utilizó para enriquecerse mientras cerraba la prensa libre, coartaba las libertades civiles y perseguía a la oposición. El talante civilista de nuestra idiosincrasia política no aguantó. En menos de cuatro años todas las fuerzas vivas del país, desde los industriales hasta los partidos políticos, pasando por el estudiantado, acompañaron a Guillermo Valencia y Alberto Lleras en el esfuerzo por tumbar la dictadura. Ello llegó a su cénit en las memorables jornadas de mayo, que forzaron la dimisión de Rojas el día 10 del mismo mes de 1957.
El candidato de la coalición republicana era Valencia, pero el Dr. Gómez decidió ofrecerle la candidatura a Lleras, quien traicionando los acuerdos previos, la aceptó. Valencia se la la jugó por la paz, quería prevenir nuevas violencia entre los partidos, y por eso no dudó en renunciar a su candidatura y votar por Lleras. Un acto de generosidad patriótica a veces olvidado, y escaso en nuestra historia.
El 13 de junio fue un frustrado intento por encontrar la concordia básica entre todas las fuerzas políticas, en tanto que el 10 de mayo fue la afortunada consolidación de dicho paradigma. Desde entonces una sana tradición republicana caracterizó a los gobiernos colombianos, que al margen de diferencias programáticas entendieron la importancia de no perseguir a la oposición. A partir del Frente Nacional, la persecución a la oposición se convirtió en cosa del pasado y el país pudo ver cómo desde Juan de la Cruz Varela hasta Alfonso López Michelssen ocuparon lugares en el Congreso sin temor a represalias judiciales por parte del gobierno de turno.
En vez de instaurar la “cátedra de la paz” valdría la pena reinstaurar la cátedra sobre historia de Colombia –increíblemente desterrada de los currículos escolares-.