El Jodario
Por Gustavo Álvarez Gardeazábal
Un país que solo se acuerda de la grandeza de sus hombres cuando celebra los aniversarios de sus asesinatos, es un país con memoria de gallina que no aprende ni de las ideas sacrificadas ni mucho menos de las que pregonan en vida.
Álvaro Gómez Hurtado tuvo la ventaja y el inconveniente de ser el hijo de ese monstruo de la política conservadora que fue Laureano Gómez. Como a su padre lo odiaban los liberales, dueños de los medios de comunicación de lectura nacional. Y como su fama de Catón hacía temblar estructuras burocráticas, Álvaro heredó ese odio y con sus actitudes cuestionables de juventud y de hijo del ejecutivo completó el cuadro para no ser querido.
Pero el paso de los años, la generosidad de Laureano firmando el pacto de paz con Lleras Camargo y, sobre todo, su inteligencia y su temple lo volvieron el político más respetado aunque no el más seguido.
Cuando llegó a ser el presidente de la Asamblea Constituyente de 1991 junto con Serpa y Navarro Wolff, Álvaro era ya el patriarca, el sabio y el guía de un país que había cambiado demasiado rápidamente y habiendo salido del torbellino de la violencia partidista entró de lleno en la locura sangrienta del narcotráfico y en la interminable de la guerrilla.
Cuando lo mataron todos sabíamos que nunca conoceríamos los verdaderos autores de su asesinato. Pero desde ese mismo día, Álvaro Gómez Hurtado le comenzó a hacer falta a este país.
Cómo sería de distinta la Colombia de hoy, la que negocia Santos en La Habana y necesita que alguien le enseñe el perdón, la Colombia tarifada, donde todo se compra y se vende, si Gómez Hurtado existiera.
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