Por Benjamín Barney Caldas
Como en las ciudades tenemos que vivir juntos, a diferencia del campo en el que los vecinos suelen estar muy lejos, es imperativo educar permanentemente a los ciudadanos para que la vida cotidiana en ellas sea tranquila, confortable, alegre, bella y significativa. Que entiendan que el respetar a los demás conduce a ser respetado por ellos. Por eso es que, independientemente de donde provengamos, todos aprendemos de inmediato a respetar a los demás cuando viajamos a las ciudades de otros países con largas tradiciones urbanas, pues como reza el dicho “a donde fueres haz lo que vieres”. Por supuesto, el lado perverso de este oportuno refrán es que cuando volvemos no respetamos a los demás, pues es justamente lo que vemos aquí. En fin, se trata de que los ciudadanos entiendan que puedan hacer lo que quieran siempre y cuando no afecte el confort de los demás, pero considerando que sus requerimientos pueden ser diferentes: no tienen por qué gustarles nuestra música, ni el volumen al que nos place escucharla, por ejemplo.
Y desde luego es fundamental estimular los eventos culturales tradicionales o, si es necesario, crear nuevos, que agrupen a los ciudadanos identificándolos con su ciudad por encima de sus diferencias, y con sus diferentes sectores y barrios, uniendo a sus vecinos para mejorar la calidad de vida de todos. Principiando por garantizar la seguridad de sus calles, pues no hay mejor vigilancia que la que proporciona el tener colindantes conocidos, y terminando por obtener un mayor confort para todos y cada uno de los ciudadanos. Se trata, sencillamente, de no contaminar el espacio urbano en el que vivimos nosotros y los demás. Pero no se trata apenas de no envenenar el medio ambiente, como comúnmente se entiende, sino también de no hacer ruido, por más de que sea música para nosotros, no dejar nuestra basura en donde la tengan que soportar los demás, no producir olores que puedan ser indeseables para el vecindario, y no afearlo, ni siquiera con cosas que nos gusten a nosotros. Tenemos que perturbar a los otros lo menos posible: no tienen porque compartir nuestra supuesta alegría.
Nuestra cultura es producto de una religión, lengua y ciudades de origen europeo, traídas a América, y pronto aclimatadas a sus nuevas circunstancias, con comprobable éxito. Pero en el caso de Cali insistimos en acabar con su herencia colonial, llevados por nuestra dependencia cultural de Estados Unidos, la que se disparó después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, el urbanismo y arquitectura coloniales siguen siendo el mejor ejemplo de lo que deberíamos buscar en términos de confort habitacional, pero no se trata de imitar sus imágenes, tergiversándolas por lo demás, sino de perfeccionar sus soluciones de frente a climas y paisajes tan diferentes al norteamericano, potenciando una nueva versión de una vieja tradición. De ahí que deberíamos retornar las viviendas abiertas a sus propios patios más que al exterior, a las paredes con suficiente aislamiento térmico y acústico, y a los corredores y galerías más que a los ventanales. El problema, por supuesto, es lograrlo en los edificios de apartamentos, mas hay ejemplos que son los que deberíamos seguir, y no copiarlos de países con otros climas, pasajes y modos de vida.