P. Héctor De los Ríos L.

VIDA NUEVA

 

Jesús dio gracias al Padre porque “no he perdido a ninguno de los que me diste”. Es un buen propósito y digno de ser imitado por toda persona de cualquier raza, cultura o creencia. Sin embargo, la vida de cada día está llena de heridos, de maltratados, de excluidos, de descartados.

Nos guste más o nos guste menos, somos responsables unos de otros. Crece la evidencia de cómo repercuten las acciones de cada persona y de cada colectivo humano en la vida de los demás y cómo repercuten las acciones de los demás en la vida de esa persona o de ese colectivo.

A todos (no solo a creyentes, no solo a cristianos) nos viene bien escuchar: «Si tú no hablas poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta…», «a nadie debáis más que amor…», «si tu hermano peca, repréndelo…». Son palabras incómodas, pueden flaquearnos las fuerzas en el propósito, pero no estamos solos; tenemos un sentido fraterno en que crecer, una comunidad en que apoyarnos, una presencia del mismo Jesús entre quienes se reúnen (actúan) en su nombre (inspirados por él).      

LECTURAS:

Domingo  23 del tiempo ordinario – 10 de septiembre

Lectura de la profecía de Ezequiel 33, 7-9 :” Pero si tú adviertes al malvado que cambie de conducta, y no lo hace, él morirá por su culpa, pero tú habrás salvado la vida».

Sal 94,  R/. Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón».

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 13, 8-10:” El amor no hace mal a su prójimo; por eso la plenitud de la ley es el amor.

Lectura del santo evangelio según san Mateo 18, 15-20: “«Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano.

Reflexión del Evangelio de hoy

Que ninguno se pierda. Razón para la corrección y la vida fraterna

El gran desarrollo tecnológico en las comunicaciones ha cambiado las formas de interactuar y ha desplazado a un plano secundario la dimensión interpersonal profunda del encuentro frente a frente. Muchas personas sienten ese vacío.

Por otra parte, viene cobrando carácter de ‘valor’, ‘derecho’ o, al menos, norma asumida de convivencia, no meternos en la vida de nadie y que nadie se meta en la nuestra, para mantenernos tranquilos y libres de complicaciones y problemas.

Dios no quiere que nuestras relaciones interpersonales se queden a nivel de superficie. Podemos rellenar el vacío, aunque se nos complique la vida. Palabras como las que transmite el profeta Ezequiel («Si tú no hablas, poniendo en guardia al malvado…»), o las que Jesús dice a sus discípulos («Si tu hermano peca, repréndelo…»), no nos permiten quedarnos alejados, pasivos o simplemente críticos ante la vida de las demás personas. «A nadie le debáis nada, más que amor», dice san Pablo. “Quien bien te ama, te hará sufrir”, añadimos nosotros; habrá ocasiones en que te corregirá, te llamará la atención o te aconsejará en forma distinta a tu gusto.

Cuando hay amor hay preocupación por mantener la relación y por restablecerla cuando se daña. No solo hacia los allegados. El amor cristiano se dirige a todos, alcanza también a los más débiles y pecadores, porque nadie debe quedar excluido de él. Como en el caso de la oveja perdida, que se busca dejando las noventa y nueve, la razón profunda de la corrección fraterna es tratar por todos los medios de que ninguno se pierda.

El individualismo no salva. Somos una entera familia humana en la que cuidarnos y salvarnos unos a otros. Sus vidas dependen de la mía y la mía de las suyas. La corrección fraterna no es –o al menos no es solo eso– una estrategia, una exigencia ética o una práctica pedagógica. Para los discípulos de Jesús es además un don de Dios con el que construir y alentar la comunidad creyente. Si una ideología o un pensamiento atrayente pueden lograr un cambio en una persona, lo puede lograr más la actitud de quien se acerca a ella con buena voluntad de ayudarle a encontrar su error y proponerle el cambio.

Jesús menciona aún otra dimensión de la fraternidad: «Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».

La reunión más característica de los cristianos, la Eucaristía, ha venido perdiendo práctica y vitalidad, hasta resultar algo ajeno para generaciones enteras. Son muchas las causas y nadie podemos eludir la responsabilidad que nos corresponde en que mucha gente no le encuentre sentido ni vean en ella algún significado para su vida.

Quizá la clave sea que en la Iglesia no se puede estar de cualquier manera: por costumbre, por inercia, por miedo… Los seguidores de Jesús han de estar «reunidos en su nombre», convirtiéndose a él, alimentándose de su evangelio, sintiendo el atractivo de Jesús y el ánimo de su Espíritu. Él es la razón y el motivo del encuentro. Escuchar su mensaje, entender mejor el sentido de su vida, alimentar y reasumir nuestra fe, todo ello da sentido a nuestra reunión independientemente de quiénes y cuántos seamos.

No podemos quedarnos en la nostalgia de otro tiempo, ni en lo que nos hace sufrir, ni en lo que nos falta. Es mejor pensar en las posibilidades creativas de un verdadero encuentro con Jesús. Todos lo necesitamos, también los que se han alejado, quizá porque nuestras celebraciones no se lo ofrecían. Y también quienes aún necesitan conocerle.

La comunidad de Jesús será lo que seamos nosotros, si somos capaces de repensar nuestra vida a la luz del evangelio. Quizá los indiferentes, los que no creen, los que se alejaron, necesitan ver que vivimos el evangelio («mirad cómo se aman»). Quizá nos falta acogida, corrección fraterna, escucha, cercanía con los más débiles y necesitados, disposición a caminar juntos (es lo que significa ‘sinodalidad’) … todas ellas formas de vivir que construyen la comunidad. Quizá nos paraliza el miedo y nos condiciona el pasado, haciéndonos renunciar a la creatividad del evangelio. O quizá no terminamos de comprender y de creer la comparación con la levadura capaz de fermentar la masa.a