P. Héctor De los Rios L.
 

VIDA NUEVA

La liturgia de este tercer domingo de cuaresma nos invita a reflexionar sobre lo que Dios quiere de nosotros y cómo ha manifestado esa voluntad. Todo se enmarca en su proyecto de salvación, de conducir al hombre hasta su plena realización. Meditemos en la Palabra de Dios que nos ofrece este Domingo desde nuestra experiencia cuaresmal. Volvemos a escuchar el llamado a la conversión, a dejar nuestro género de vida contrario al Señor y a su evangelio y a entregarnos a Jesucristo, único Salvador. ¿Pero quién es este Jesucristo en quien ponemos toda nuestra esperanza?

Lecturas:

Éxodo 20, 1-17: «Yo soy el Señor tu Dios»

Salmo19(18): «La Ley del Señor es perfecta y es descanso del alma»

1Corintios 1, 22-25: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado»

San Juan 2, 13-25: «El hablaba del Santuario de su Cuerpo»

¿Imagen desconcertante?

La imagen de un Jesús violento, látigo en mano y volcando las mesas a empujones o patadas, es tan dura que cuesta aceptarla o asimilarla. A Jesús le indigna la actitud de aquellos que tratan de aprovecharse de la fe para hacer negocios rentables. También rechaza a aquellos que buscan hacer de la religión un instrumento de dominio o manipulación, de aquellos que la utilizan para presentarse como superiores en lugar de servidores.

La acción inesperada de Jesús dejó a los judíos impresionados e irritados; ¡aquello era intolerable! Por eso le piden una explicación, un signo que les haga comprender el por qué de su actuación violenta. La respuesta de Jesús, en esta ocasión, es un enigma, un misterio; o más exactamente: una frase de doble sentido que, sólo desde el misterio, es posible comprender. Jesús no está en contra del culto, pero deja entrever que es más fácil ser «religioso» que discípulo; más aún: con frecuencia se utiliza la excusa de ser religioso para no molestarse en ser creyente comprometido. Igual que afirmamos que «no hay peor sordo que el que no quiere oír», podemos afirmar que no hay peor creyente que el que presume ser de los mejores. El problema está en que pueden desfilar hombres y mujeres por santuarios, romerías, bendiciones y sus correspondientes mercados religiosos, e ignorar a Jesucristo, único Santuario en que los hombres pueden encontrar y adorar a Dios. Ser creyente no es un privilegio para sentirnos superiores, sino un don para ser más serviciales; pero al ser humano le gusta encontrar distintivos que le diferencien o distingan de los demás, aún en el terreno religioso. No acudimos a la Iglesia para huir de las exigencias familiares y de los compromisos sociales, sino precisamente para tomar conciencia de las propias responsabilidades.

Lo peor que puede sucedernos al escuchar de nuevo este relato, de todos conocidos, es situarnos como espectadores que «no tienen nada que ver» con esos comerciantes del templo. Instintivamente nos situamos a un lado, sobre una grada, aparte. Vemos a Jesús con asombro y aprobación dejando la plaza limpia. Con una actitud de este tipo no captamos el significado del episodio. Nadie puede creerse no necesitado de aquella limpieza que hizo Jesús. El gesto de Jesús se comprende sólo si nos colocamos entre los destinatarios de su indignación, pero también de su misericordia.

Los vendedores del Templo hoy

Los vendedores de bueyes y animales, los cambistas en el Templo, los sacerdotes y la casta religiosa en Israel, son el símbolo de todas las ambiciones y avaricias que nacen y crecen en el corazón humano y se instalan en la vida y en la sociedad. Ambición de poder, de mandar, de someter a todos; ambición de tener siempre razón, no escuchando a los demás, sin tener en cuenta sus opiniones y criterios, sus sentimientos, esperanzas y sufrimientos, sus deseos y proyectos. Cuando todas esas actitudes y comportamientos los personalizamos, nos damos cuenta de que en casa, en el trabajo, entre los amigos, con más frecuencia de lo que creemos, nos comportamos así. No escuchamos a la pareja, ni a nuestros hijos; siempre queremos tener razón, no tenemos en cuenta las opiniones de los demás, ni nos importan sus sentimientos, sus deseos, sus sufrimientos. No aceptamos al que está por encima de nosotros y buscamos su desprestigio, su hundimiento. Los atropellos que se cometen a diario contra la vida, dignidad y derechos de las personas, son graves ofensas y ultrajes contra Dios mismo. Por lo tanto, también hoy se sigue convirtiendo en objeto de compraventa y de consumo el santuario de Dios.

Los cristianos no podemos permitir ni ser indiferentes ante tantos abusos de poder, ni ante tantas leyes injustas del sistema económico imperante, que sigue convirtiendo a la persona humana en un puro objeto de mercado y de ganancia egoísta. La cuaresma nos compromete a una autentica conversión, no solo personal sino también social, que transforme las estructuras sociales corruptas que crean miseria, explotación, marginación y violencia.

Somos el Templo del Espíritu

La cuaresma nos invita a purificarnos del mal que nos asedia. Somos el templo del Espíritu. En nuestro interior debemos buscar a Dios y encontrarlo. Un ejercicio de lucha contra el mal que nos habita y que habita en el mundo es el sentido de la cuaresma. Debemos identificar ese mal y encontrarlo en todas aquellas actitudes que son contrarias a Dios, a su evangelio, a la habitación de Dios en nosotros. Y mirar hacia fuera de nosotros no para juzgar y condenar a los demás sino para identificar también lo que nos separa de los demás por causa nuestra. Los mandamientos del Señor, vividos desde Cristo Señor y a la luz del evangelio, son el camino para establecer en nuestro mundo una convivencia estable y sólida. Si la edificamos en meras conveniencias pasajeras y egoístas nunca la encontraremos. Si la edificamos sobre la ley de Cristo (Ga 6, 2) habremos encontrado el sentido que tienen los mandatos. Ellos son camino seguro para la vida del hombre en su misión de construir el mundo de paz y solidaridad   quiere y para el que se dignó habitar entre nosotros, comprometido hasta la muerte en la cruz.

Cuaresma es tiempo para recordar estos hechos e iluminar el sentido que tienen en este tiempo. A medida que nos acercamos a la Pascua ya no se habla tanto de qué tenemos que convertirnos sino que se nos va presentando, en la Palabra de Dios propia de cada día, el misterio que celebramos y su significación, para comprometernos a hacer en la vida lo que celebramos en el Culto.

Nuestro compromiso hoy

Todos esos comportamientos contrarios al Evangelio generan situaciones injustas que tienen como resultado la rebeldía, la protesta, la indignación, la falta de paz, o quizá la violencia. Y de eso no son culpables los demás. Somos responsables nosotros. El Señor se enfrenta con energía a quienes en el Templo provocan ese tipo de situaciones, contrarias al Amor a Dios y a los hermanos, contrarias a la verdadera religión. Y de alguna manera se está enfrentando a nosotros y nos está pidiendo que cambiemos nuestra vida, que transformemos nuestro corazón y que nuestras actitudes y comportamientos sean propios de aquéllos que, desde el amor, quieren construir la paz.

¿Qué estamos dispuestos a hacer? ¿Qué estamos dispuestos a cambiar? ¿Qué esfuerzo queremos poner para que nuestras actitudes y comportamientos contribuyan a un mundo más justo y más pacífico, a una familia, a un ambiente de nuestro trabajo, a una relación entre los amigos, a una parroquia más fraterna, más bondadosa y más llena y generadora de paz? Que ésta sea nuestra reflexión, nuestro compromiso y nuestra súplica en la Eucaristía de hoy, para que avancemos hacia la Pascua con la alegría de ser constructores de paz.

Relación con la Eucaristía

El encuentro con Dios en la Eucaristía es un encuentro privilegiado con los hermanos en la fe. Pedir perdón (como lo hacemos el inicio de la Celebración Eucarística), a Dios es querer cambiar, convencidos de que no corremos por sus caminos sino por los nuestros. Todo cambio exige una postura humilde de sabernos alejados de Dios.