P. Héctor De los Ríos L.
VIDA NUEVA
En un contexto social que sigue marcado por la exclusión frente al privilegio, en el que parece interminable la fila de quienes se esfuerzan por alcanzar los primeros puestos, la Palabra de este domingo 22º del tiempo ordinario, nos invita a tener “un oído atento”, un “corazón prudente” desde el que alcanzar la verdadera sabiduría.
El Dios, que como nos recuerda el salmo, “prepara casa a los desvalidos, libera a los cautivos y los enriquece.”, nos habla de su radical opción por el enaltecimiento de los humildes y los mansos, a quienes Él revela s
us secretos.
Humildad y amor gratuito parecen ser los ejes desde los que el Señor nos propone repensar nuestras relaciones humanas. Solo en medida en la que avanzamos en el camino del vaciamiento del yo, hacemos un lugar en nuestras vidas para que Dios actúe en nosotros -o a través de nosotros- en la construcción del banquete de la fraternidad universal.
LECTURAS:
Lectura del libro del Eclesiástico 3, 17-20.
28-29
“Hijo, actúa con humildad en tus quehaceres,
y te querrán más que al hombre generoso…”
Sal 67, 4-5ac. 6-7ab. 10-11 R/. Tu bondad, oh, Dios, preparó una casa para los pobres.
Lectura de la carta a los Hebreos 12, 18-19. 22-24ª
“Vosotros, os habéis acercado al monte Sion, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo,… a la asamblea festiva de los primogénitos inscritos en el cielo, …”
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 14, 1. 7-14
“… todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido …».
Reflexión del Evangelio de hoy
Una sociedad narcisista
No son pocos los autores que nos advierten de que una sociedad como la nuestra, estructurada en torno al consumo y la competencia, ha devenido en personalidades narcisistas, obsesionados por aquello que entienden como el éxito personal.
Parece fuera del tiempo la persecución de causas comunitarias o simplemente colectivas, en las que dejando de lado el puro interés individual, podamos caminar juntos hacia el bien común.
En defensa del tiempo presente, sin embargo, podríamos afirmar que algo de esto ha debido estar presente en toda época en el corazón del ser humano.
Es a esta realidad a la que hoy el Señor viene a contraponer nuevamente la dinámica del Reino.
La advertencia contra búsqueda del poder o la notoriedad nace de la misma lógica que en otros pasajes del Evangelio le ha llevado a decir “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.” (Marcos 9, 35).
Porque es precisamente en el servicio y la entrega desinteresada, que hoy la palabra traduce como humidad y amor gratuito, donde encontramos el camino que nos conduce al núcleo de la vivencia evangélica.
Llamados a la humildad
La humildad cristiana no puede entenderse únicamente como una virtud moral. No se trata, desde luego, de la negación de sí mismo. Menos aún, de la renuncia a explorar las potencialidades que como seres humanos albergamos.
Ser humilde, desde la mirada del Reino, tiene que ver más bien con el vaciarnos de nosotros mismos, para llenarnos de Dios. Esto es, con la escucha atenta a la voluntad del Padre, que en tantas ocasiones poco tiene que ver con lo que nuestra propia voluntad nos sugiere. El seguimiento evangélico se nos presenta siempre con esa gran dosis de “Kénosis” personal que hoy el Señor nos invita a vivir.
En palabras del Papa Francisco:
“También para nosotros, la humildad es el punto de partida, siempre, es el comienzo de nuestra fe. Es esencial ser pobre de espíritu, es decir, necesitado de Dios. El que está lleno de sí mismo no da espacio a Dios,… pero el que permanece humilde permite al Señor realizar grandes cosas.”
Desde este punto de vista, la humildad solamente se entiende como virtud en la medida en que se convierte en un camino para abrirse al amor gratuito. Volviendo a la imagen de la sociedad narcisista, se trata de restar espacio al Yo individual, para abrirnos al Nosotros en el que reconocemos la alteridad de Dios y de los hermanos.
Los que no pueden pagarte
Es aquí donde las palabras del Señor transcienden el ámbito de la virtud personal, para volver una vez más nuestra mirada hacia los hermanos. Y de entre ellos a los más vulnerables.
La llamada a invitar a “pobres, lisiados, cojos y ciegos” es un convite al reequilibrio de las relaciones humanas, en el que son enaltecidos aquellos a quienes el mundo ha orillado. No para que ese nuevo orden genere una realidad equivalente a la actual, pero de signo contrario, sino para que desaparezca de entre nosotros el privilegio y podamos experimentar la igualdad radical de los hijos de Dios.
En un mundo en el que “muchos son los altivos e ilustres”, se trata de reconocer el valor del otro, comprometidos en la edificación de una nueva realidad en la que se desvanezcan la arrogancia y el desprecio, un horizonte de fraternidad universal, un banquete de vida al que toda la humanidad se sienta invitada.
Es en este camino en el que alcanzamos a vislumbrar esa “asamblea festiva” de la que nos habla la carta a los Hebreos y reconocemos en Jesús al mediador de esa nueva alianza.