

Por Benjamín Barney Caldas
Arquitecto de la Universidad de los Andes con maestría en historia de la Universidad del Valle y especializaciones en la San Buenaventura. Ha sido docente en los Andes y en su Taller Internacional de Cartagena; en Cali en Univalle, la San Buenaventura y la Javeriana, en Armenia en La Gran Colombia, en el ISAD en Chihuahua, y continua siéndolo en la Escuela de arquitectura y diseño, Isthmus, en Panamá. Miembro de la Sociedad Colombiana de Arquitectos, la Sociedad de Mejoras Públicas de Cali y la Fundación Salmona. Escribe en El País desde 1998, y en Caliescribe.com desde 2011
Los disturbios del pasado jueves de nuevo llevan a pensar sobre por qué una protesta justificada tiene que terminar en disturbios, y lo primero que salta a la vista es que es el recurso que les queda a los manifestantes cuando son pocos para hacerse sentir, lo que por lo contrario demandaría persistencia a lo largo del tiempo, como lo hizo Greta Thunberg hasta que logró que otros le pusieran bolas sobre un asunto que nos amenaza a todos, el cambio climático, constancia que no muestran los que prefieren el vandalismo contra la ciudad para llamar la atención de los ciudadanos que por lo contrario los rechazan porque los destrozos, costosisimos esta vez, son contra ellos.
La explicación hay que buscarla en la violencia propia del ser humano, como la describe Robert Green en Las leyes de la Naturaleza Humana, 2018, y en su comportamiento en El corazón del mundo / Una nueva historia universal, 2015, de Peter Frankopan, que lleva a que toda ciudad necesita una policía suficiente en número y capacidad para garantizar que las protestas de los ciudadanas no terminen en disturbios y estos en violencia juvenil salvaje (animales somos todos), como sucede en Colombia en las universidades públicas, a las que la Policía no puede entrar como si fueran estados independientes y sus estudiantes, verdaderos o falsos, con frecuencia salen a destrozar la ciudad.
La guerra es de siempre y no invento de los hombres, pero sí lo son la política y los estados cuya cohesión e independencia dependen, y del poder militar para defender su independencia; y de sus leyes y la justicia derivada de ellas y la policía para hacerlas cumplir. Desde luego buena parte del problema se debe hoy a que el pie de fuerza de la policía no es suficiente, pero también a que no es eficiente, y, por otro lado, pertenece a las Fuerzas Armadas y no al gobierno civil, descuidando las ciudades mientras “combate” inútilmente el cultivo y tráfico de cocaína en sus territorios más aislados y poco se ocupa de las mafias urbanas, entre ellas las invasiones de pobres y menos las de los ricos.
Es preciso un cuerpo de policía propio y suficiente, civil, técnico y preventivo, uniformado de policía como en todas partes y no con improcedentes atuendos de tropa de asalto, y que dependa de la Alcaldía, como existe en casi todo el mundo. Que sea preventivo y no apenas punitivo. Que dé buen ejemplo. Que controle efectivamente el tránsito, y eduque a peatones y conductores haciéndoles cumplir las normas antes y no solo aplicando multas después. Que garantice el buen uso del espacio público, mantenga el silencio de las noches y ayude a los ciudadanos con sus problemas diarios. Que patrulle permanentemente las calles en lugar de atrincherarse en los CAI, como ahora.
Con 15.625 policías por cada 100.000 personas, el Vaticano es el sitio más custodiado. Luego aparecen Mónaco con 1.374 policías cada 100.000 personas y las Bahamas con 848 cada 100.000. Mientras EEUU tiene 248 cada 100 mil, India 130 cada 100 mil y China solo 120 policías cada 100 mil personas (Infobae 11/09/2020). Cali, con la tasa más baja del país, tiene 268 por cada 100 mil habitantes, menos de los 300 que recomienda la ONU, y su Policía Metropolitana tiene que ocuparse de un área mayor que la de la ciudad, muy extendida, dificultando su labor, en tanto que la seguridad privada es para los que la pueden pagar. En conclusión la barbarie aumenta y la ciudad disminuye.