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Circunloquios jurídicos vs verdad

Sofía Gaviria Correa, 11 November, 2017

Por Sofía Gaviria Correa

Senadora de la República – Presidenta Honoraria Federación Colombiana de Víctimas de las Farc


Estos elementos hacen que el proceso no pueda gozar de la legitimidad política necesaria para el blindaje, a causa de la ambición de las Farc y del perverso deseo del Gobierno de arrinconar a un sector de la sociedad.

La semana pasada, por invitación de la Universidad del Rosario y del diario El Tiempo, participé como panelista en una jornada académica que tuvo como objeto responder si los acuerdos de La Habana están o no “blindados”. Me antecedieron en la palabra los doctores Clara López, Jaime Castro, José Manuel Restrepo, Roberto Pombo, Guillermo Rivera, Roy Barreras, Carlos Holmes Trujillo, José Félix Lafaurie y Rodrigo Uprimny, quienes, desde su óptica, buscaron dar respuesta a este interrogante que hoy inquieta a la mayoría de los colombianos. Luego de mi intervención, el cierre estuvo a cargo del siniestro arquitecto de los acuerdos, el “abogado de las Farc” Enrique Santiago.

Entre los argumentos jurídicos expuestos, me sorprendieron positivamente los del doctor Jaime Castro, quien demostró, basado en documentos expedidos por el Gobierno Nacional, que el acuerdo de La Habana no sólo no está blindado, sino que no es considerado como un tratado internacional. Pero también hubo quienes, por el contrario, acudieron a argumentos de pacotilla, como los señores Uprimny y Santiago, quienes, al utilizar, a la hora de la redacción de los acuerdos, una estrategia política absolutamente equivocada, son responsables de que esos acuerdos no solo no estén blindados, sino que estén hoy a punto de derrumbarse. Ellos, a pesar de que recurrieron a ejemplos traídos de los cabellos y a consideraciones que no corresponden en absoluto a la realidad de este proceso ni al sentir de los ciudadanos, terminaron también por aceptar que no podíamos hablar del tal blindaje.

El eje de mi exposición fue que no hay ningún tipo de blindaje, pues no puede haberlo si el acuerdo, tal como se selló, atenta contra de la voluntad de la inmensa mayoría del país.Mi teoría es que el blindaje requiere que unos acuerdos de esa magnitud tengan legitimidad y respaldo político de la mayoría del país.

En este caso, no podemos hablar de respaldo político, como el que hubo en la construcción del Frente Nacional, pues en ese caso se buscaba la terminación de una guerra civil que tenía dividido al país en dos bandos y no se trataba, como ahora, del enfrentamiento de unos pocos miles de violentos, sin ningún respaldo en la sociedad, contra un Estado soberano que, justamente por causa de esos pocos, no ha podido desarrollar sus tareas fundamentales en salud, en educación, en infraestructura, en promoción de la descentralización, de la empresa y de la generación de empleo.

El Frente Nacional, que consistió en que, durante cuatro períodos, hubiera alternancia en el poder de las dos grandes facciones partidistas que tenían completamente enfrentados a los colombianos, contó con esa voluntad política de la que carece el actual proceso, y con el apoyo de la inmensa mayoría de los ciudadanos, justamente al contrario de lo que está sucediendo.

Y si de legitimidad hablamos, el acuerdo de La Habana también carece de ella. Y no por una, sino por muchas razones:

La primera de ellas es que Juan Manuel Santos llegó a la presidencia de la República con el mandato claro de todos los electores de que daría continuidad al trabajo que se había iniciado en los ocho años anteriores, de terminación del conflicto a través de la superioridad militar y, por tanto, de la negociación bajo el parámetro de la desmovilización y del sometimiento de la guerrilla y, por supuesto, de los paramilitares, al Estado colombiano.

Pero, a pesar del sentir de sus votantes y de sus promesas, el presidente, rápidamente, cambió sus banderas: renunció a buscar el sometimiento militar de la guerrilla que más daño le han hecho al país: las Farc, se sentó con ellos, “para que dejaran de matarnos”, asegurando que firmaría un acuerdo de “paz” “a cualquier precio”.

El segundo momento de ilegitimidad del proceso Santos – Farc fue el de la reelección del presidente, no solo porque hoy se sabe que esta se logró gracias al ingreso ilegal de dineros a su campaña, sino porque el candidato-presidente engañó entonces a fuerzas como la mía, el Partido Liberal. El Liberalismo, que estuvo en la oposición durante más de un decenio, decidió apoyar esa candidatura y el proceso con las Farc, con unos requisitos claros: 1) Que los perpetradores de delitos de lesa humanidad no podrían participar en política; 2) Que los responsables de esos crímenes cumplirían unas penas intramurales mínimas; 3) Que el patrimonio de las Farc, fruto de la extorsión, del secuestro, de asesinatos y masacres, del expolio y el desplazamiento de campesinos; del narcotráfico y de la minería ilegal, entre otros delitos, sería confiscado en su totalidad y destinado a la reparación de las víctimas; 4) Que no le serían concedidas a la guerrilla curules que no se ganaran en franca lid.

Hoy, a través de sin número de “memes” y de videos, el pueblo entero constata, de manera didáctica, que Santos no cumplió con ninguno de esos postulados fundamentales.

A ese segundo zarpazo a la legitimidad política de este proceso, se le suma un muy conocido tercer elemento que es lo ocurrido en el plebiscito. Recordemos el cambio de reglas en el camino, como el umbral y los requerimientos de participación. Y tengamos en cuenta que a los funcionarios públicos no solamente se les permitió hacer política, sino que se les compelió a comprometerse con él Sí. A esto, hay que agregar la extorsión infame a los pequeños municipios más afectados por la violencia, al someterlos al chantaje de que, si no ganaba el Sí, no obtendrían la reparación a la que tenían derecho. Sin embargo, el No resultó ganador. Y quienes lo lideraron, llámense Centro Democrático, o conservadores, o iglesias, o juristas, o intelectuales, nos invitaron a las víctimas a participar constructivamente en una renegociación del acuerdo que permitiera la legitimidad y, por tanto, el blindaje, de los acuerdos. Pero la buena fe de estos constructores de paz fue asaltada por el Gobierno y por las Farc, a través de la mano oscura de Humberto de la Calle y Juan Fernando Cristo(los dos hoy precandidatos en la consulta ilegítima del Partido Liberal). Ellos hicieron de directores de orquesta, para que ninguna de las exigencias fundamentales que permitirían la seguridad del acuerdo se incluyeran en lo pactado. Se desconoció así la decisión de la mayoría de los colombianos.

Hoy, cuando se oficializan las aspiraciones obscenas de responsables de delitos de lesa humanidad, que ofenden la razón y la generosidad de los colombianos, muchos de los ciudadanos y de los congresistas que, con la mejor voluntad, creyeron en ese proceso, reconocen su equivocación y aceptan que fueron ellos también asaltados en su buena fe. “La primera vez que me engañes, será culpa tuya; la segunda vez, la culpa será mía”, decía Anaxágoras.

Estos elementos hacen que el proceso no pueda gozar de la legitimidad política necesaria para el blindaje, a causa de la ambición de las Farc y del perverso deseo del Gobierno de arrinconar a un sector de la sociedad.

Esa es la respuesta a quienes, con circunloquios jurídicos, pretenden ignorar lo que todo el mundo sabe: que los acuerdos de paz son, en esencia, acuerdos políticos y, por tanto, tienen que ser equilibrados, constructivos y no se pueden hacer en contra de nadie. Como decía Lincoln: “Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo”.

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