Bahía aguacate, un retiro de paz lleno de historias

Por Isabel Ortega |
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  Iwerrgsabel Ortega Ruiz 

 Estudió derecho en la Universidad Autónoma de Barcelona, Máster en Mediación y Resolución de conflictos en la Universidad de Barcelona, profesional del sector asegurador por 2 años, especializada en propiedad industrial, área donde ha trabajado por 4 años.


30 de diciembre de 2022. Me levanto temprano, he de ir a comprar para llevar suministros a Bahía Aguacate (Chocó), mi próxima parada. Me voy con Poliana y un amigo suyo a pasar fin de año, y no me gusta ir con la mochila vacía de viaje. Voy de un lado para el otro haciendo mandados, quedo para comer con las chicas para despedirme, ellas pasarán fin de año en la ciudad, celebrando por todo lo alto. Lo mío parece más un retiro espiritual, aunque nunca se sabe. Para llegar hasta Bahía aguacate, primero tomaremos un autobús de unas 9 hora hasta Turbo, que llega a las 5 de la mañana y después allí aún nos esperan dos/tres horas de paseo en lancha. Mi autobús sale a las 20:00 horas, mientras que el de mis amigos a las 21:00. No quedaban asientos en el suyo así que les esperaré con un café (si se puede) en la estación de Turbo. Solo conozco a Polania, no conozco a Jorge, que fue el impulsor de esta idea, pero confío en los gustos de ella.

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Hemos quedado en la estación de autobuses, para cenar juntas. No me puedo creer que después de México vayamos a pasar unos días juntas otra vez, estoy muy emocionada, y tengo miedo, espero caerle bien de nuevo, las cosas cambian. Para variar en el autobús hace un frio espeluznante, estamos todos tapándonos con todo lo que llevamos encima, los más inteligentes se trajeron mantas, yo me apaño con una toalla. Las primeras horas de ruta son horrorosas, la carretera zigzaguea subiendo la montaña, el bolso que estaba tumbado da una vuelta de 180 grados y el mismo recorrido hace mi cabeza, no consigo que mi cuello no de bandazos de un lado a otro.

Mi compañera de asiento me pregunta hacia dónde voy, ella va a pasar la navidad con su familia y su hijo, lleva solo 4 meses en Medellín, ha ido para trabajar. Cuando le digo que voy hasta Turbo me desea buena suerte, me dice que allí la gente roba y mata. Se me hace un nudo en el estómago, que manera de empezar el camino. Me recuerdo a mí misma que no es lo mismo vivir en un lugar, que ir de pasó, y así me calmo. Por fin las curvas cesan y nos dejan conciliar el sueño.  No he tenido cobertura en gran parte del trayecto así que llego nerviosa a Turbo, me siento en la estación, que por suerte está bien iluminada y la gente está limpiando sus puestos de comida para iniciar la jornada laboral. Hay un puesto con café de olla a solo 900 COB, me tomo uno bien caliente, me recompone el cuerpo del viaje. Se me pasa el tiempo volando y en un abrir y cerrar de ojos mis amigos están allí ya conmigo, y nos conseguimos una furgoneta que nos lleva al muelle, donde nos meten las mochilas en bolsas de basura para impermeabilizarlas y nos toca esperar hasta las 7:50 a que nuestro bote salga.   

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El muelle es un lugar acogedor que está al lado de un manglar con pasarelas de madera. Hay bastante gente para ser ya 31 de diciembre. Somos los últimos en embarcar, y les pedimos si podemos ponernos en la parte de arriba. El camino es bien movido, a pesar de ir con la corriente cada cinco minutos pegamos un vote que nos va moliendo poco a poco el hueso de la “risa”.  Vamos bromeando sobre quién podrá andar al acabar el viaje. Al tomar la barca me desilusiono al ver el agua, turbia, marrón, poco apetecible. Por suerte, a medida que avanzamos se va mezclando con el azul del mar hasta tornarse de un profundo azul oscuro.

Al llegar a Bahía Aguacate me doy cuenta de que apenas hay nada allí, aparte de una inmensa selva. En la pequeña playa hay una pasarela que hace de muelle y embarcadero, y detrás se sitúan dos modestas construcciones, que sirven de casa de pescadores y de bar, un pequeño hostal de dos plantas y unas gradas de cemento. Sin embargo, descubriría que aquella bahía aguarda mucho más de lo que se ve a primer avista. Allí todo el mundo tiene una historia:

Los propietarios de nuestro hostal, Hostal DOBLE VISTA, situado en lo alto de una loma. Unos amigos, franceses, que se enamoraron del lugar y volvieron años más tarde para hacer realidad su sueño de montar un hostal compuesto por pequeños bungalós, en los que la vida va lenta y todo es casero

Amaia, la creadora y cocinera de Salitre & Selva, cocina en movimiento, nuestra persona favorita de la bahía, que nos salvó de las lentejas insípidas del hostal y nos alegró todos los días que pudo nuestros corazones y estómagos con sus platos personalizados. Había llegado a la bahía hacía unos años e inició ese proyecto con su marido. Sin embargo, ahora estaba sola porque unos meses antes su pareja había tenido un accidente quemando rastrojos y estaba en el hospital recuperándose. Ella tuvo que asumir la gestión de todo, sola, en un lugar precioso pero feroz, en el cual para comprar comida tienes que ir los miércoles a Capurganá en lancha, si el tiempo te lo permite.

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La familia de la casa amarilla. “Había una vez una casita amarilla frente al mar, que se pasaba los días mirando al océano a la espera de ver llegar a su familia”. Esa es la frase que me viene a la cabeza cuando pienso en la familia que conocí de camino a una de las playas de la bahía. Llevaba una hora y poco andando por la selva dirección a la playa que me habían asegurado estaba a hora y media cuando me los encontré. Dos adultos y dos niños pequeños con un montón de maletas en una pequeña playita. Me dijeron que hasta la playa que quería ir me quedaban otras dos horas al menos y entonces me ofrecieron una nectarina y que los acompañara hasta la siguiente playa donde ellos iban, donde tenían una casa.  A los pocos minutos llegó un hombre con un burro y una carreta que recogió las maletas y los niños, y yo me fui con los padres caminando por el sendero el cual habían señalado ellos mismos con ruedas en los árboles para no perderse. Al llegar a la playa vi aquella casa, sola, frente al mar, amarilla, con un porche de ensueño, que ellos mismos había construido, eran arquitectos. Me invitaron a comer y me pase la tarde jugando con los niños.

La historia del perro que me guio cuando pensaba que me había perdido volviendo hacía bahía aguacate por la selva y me esperó y me mostró el camino.

Los emigrantes que nos cruzamos en un rio, que se disponían a cruzar la selva del Darién para llegar a Panamá, equipados con pequeñas mochilas y niños. Me pregunto que esperarán encontrase al llegar al final de su destino y de que huirán para estar dispuestos a seguir una de las rutas migratorias más peligrosas que cruza montañas, selva y zonas pantanosas.

Todas esas historias y muchas más son las que aquella zona me contó.

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Fueron días de mucha lluvia, mucha tranquilidad, muchas escaleras, mucha música, poca comida, poca fiesta, poca gente. Pero sobre todo fueron días para conocerlos mejor, para intentar saber quién es Poliana, quién es Jorge y quién es Ángel, amigo del segundo, que se nos unió unos días más tarde y haciendo honor a su nombre, nos salvó de unas cuantas.

¿Me gustó lo que conocí? Solo puedo decir que ojalá cualquier persona tuviera la oportunidad de conocerlos.

Nos fuimos un día antes de lo previsto porque nos enfermaos del estómago, y las exigencias del lugar empezaban a pesarnos, la ropa que no se secaba nunca ya olía a putrefacción, las hormigas picaban como mosquitos, la comida era cara y salvo la de Amaia, insípida.

A pesar de ello, cuando llegó el momento de irse una parte de mi corazón se quedó allí.

 

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