Salento la postal de Colombia

Por Isabel Ortega |
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  Iwerrgsabel Ortega Ruiz 

 Estudió derecho en la Universidad Autónoma de Barcelona, Máster en Mediación y Resolución de conflictos en la Universidad de Barcelona, profesional del sector asegurador por 2 años, especializada en propiedad industrial, área donde ha trabajado por 4 años.


Saludos a todos los amantes de Colombia y los viajes. Esta semana me traslado a Salento y el impresionante Valle del Cócora, que de seguro la gran mayoría ya conocen, ya sea personalmente o a través de un amigo o un familiar. El Valle del Cócora es un lugar tan único que una vez lo visitas ya no puedes olvidarte de él, se queda en tu retina como un gran amor en el corazón. Ya lo dijo Luís Vidales “Aquí la palpo guardada, aquí en el pecho”.

Después de disfrutar de Filandia, mi plan original era tomar un Willys desde la plaza del pueblo que me llevaría a Salento en unos 30 minutos. Sin embargo, las cosas se complicaron cuando descubrí que no quedaban plazas porque la gente las reserva desde temprano en la mañana. Por suerte, los conductores me dijeron que aún podía llegar a mi destino a pesar de ser ya las cuatro de la tarde si tomaba un autobús dirección a Pereira y a mitad de camino, me paraba, cruzaba la carretera y me subía en otro autobús dirección contraría, hacia Armenia. Dado que era mi única opción, no me lo pensé dos veces y esta inesperada travesía solo aumentó la emoción de mi viaje.

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Mi alojamiento en Salento resultó ser un acierto a pesar de estar un poco alejado del centro. El  hostal “Eco Finca Salento”  parecía un verdadero balcón hacia el Valle, rodeado de césped verde y altos arboles con vacas pastando libremente. Las habitaciones eran muy simples, pero para que más, si la verdadera belleza está fuera, donde podías sentarte en los cómodos sofás de la terraza o tumbarte en una hamaca a contemplar los atardeceres entre los árboles. La dueña del hostal era un encanto y nos preparó unos deliciosos huevos revueltos para el desayuno. Éramos solo cinco huéspedes, y entre ellos, me encontré con María, una viajera catalana como yo.

María y yo rápidamente entablamos una amistad y decidimos ir al día siguiente al Valle del Cócora, uno de los lugares más fotografiados del país, famoso por ser el hogar de las palmas de cera, las palmas más altas del mundo y símbolo de Colombia. Mi deseo era visitar La Carbonera, el bosque de palmas de cera más denso del mundo, y que debido al conflicto colombiano había permanecido fuera de la ruta turística hasta ahora.  Lamentablemente, las fuertes lluvias hicieron que el terreno fuera inaccesible en ese momento. Sin embargo, eso solo me dio una razón para regresar en el futuro.

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Tuvimos que madrugar bastante para poder presentarnos en la plaza de Salento con tiempo para tomar un todoterreno hacía el Valle, enclavado en los Andes colombianos y cruzado por el río Quindío. Antes de llegar el camino ya es una gozada, me faltan dedos de la mano para contar la cantidad de verdes que hay en esa zona.  Pero admito que al llegar la mandíbula se me cayó literalmente al suelo. Realmente, te encuentras metido en el valle, donde todo parece empezar y terminar, y a tu alrededor solo hay cumbres y densa vegetación entre la que sobresalen esveltas y altivas palmas de cera, que estiran al cielo sus manos, testigos de la vida que bajo sus pies corre, y al vaivén del tiempo convertido el viento.

Lo que más me sorprendió fue la abundancia de vegetación en relación con la altitud a la que nos encontrábamos, parecía que estábamos en otro mundo. En un mundo donde el clima está aún más loco de lo habitual. porque llegamos con sol, tocamos las palmeras en la niebla y bajamos empapadas por un aguacero repentino.  

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Salento, por su parte, es una ciudad encantadora, aunque no tanto como Filandia en mi opinión. Está claramente orientada al turismo, con numerosas tiendas de recuerdos, restaurantes y actividades para los visitantes. Durante las noches, el frío se hace presente, así que asegúrate de llevar ropa abrigada.

Una de las experiencias más divertidas que tuve en el pequeño municipio fue jugar al tejo, un juego tradicional de Colombia. María y yo lo intentamos, pero desafortunadamente, nos resultó un tanto desastroso y eso que después nos enteramos de que las distancias del juego reales son el doble que las que probamos nosotras. Aun así, nos reímos e hicimos brazo.

Una noche, María me presentó a unos amigos que había conocido durante los días que llevaba en Salento, quienes compartieron historias sobre sus viajes de juventud, y de cómo viajar solía ser emocionante en el pasado, cuando no existía Google Maps, la gente no hablaba inglés y la información no estaba tan disponible. Esta conversación me hizo reflexionar sobre si los viajeros de hoy en día realmente comprendemos la emoción de explorar lugares remotos y desconocidos. Nos dimos cuenta de que a menudo nos perdemos la oportunidad de interactuar con las comunidades locales debido a la facilidad que proporciona la tecnología.

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María, quien inicialmente planeó quedarse en Colombia por unas pocas semanas, ya llevaba un mes y estaba buscando oportunidades de voluntariado para prolongar su estadía. Decidí ayudarla en la búsqueda, y ella decidió acompañarme a Cali, mi siguiente parada, la cual era especial porque mi amiga Laodice había estado viviendo allí hacía un año y si no hubiera sido por la irrupción del Covid, podría haber compartido con ella esa experiencia vital.  

Salento me sentó bien y mal; bien porque estaba en un lugar precioso, en paz y armonía, pero mal porque empecé a sentirme sola al disponer de tiempo para reflexionar. La reflexión es un arma de doble filo, tengan cuidado queridos lectores.

Hasta la semana que viene, y hasta pronto Salento. 

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