Taganga, «lugar donde se adentra el mar» en lengua indígena

Por Isabel Ortega |
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  Iwerrgsabel Ortega Ruiz 

 Estudió derecho en la Universidad Autónoma de Barcelona, Máster en Mediación y Resolución de conflictos en la Universidad de Barcelona, profesional del sector asegurador por 2 años, especializada en propiedad industrial, área donde ha trabajado por 4 años.


El sol del Caribe acaricia la costa, mientras las olas besan suavemente la arena dorada de las playas. Bienvenidos a Taganga, un pequeño rincón paradisíaco de Santa Marta, Colombia, donde la naturaleza, la cultura y la aventura se unen en un abrazo cálido.

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Para volver a Santa Marta desde el Tayrona decidimos volver por mar en vez de por tierra, por lo que Angie, Alfredo y yo tomamos una lancha desde la playa del Cabo. Queríamos ver la costa del parque desde la óptica de un pez. Fue un viaje bien movido, el mar estaba un poco bravo y la barca pegaba grandes saltos. Con el primer salto Angie pegó el primer grito, desgarrador, y fue entonces que nos confesó que no sabía nadar y le tenía pánico al agua. La pobre lo pasó mal, agarrada como si en ello le fuera la vida a la cuerda con la que estaban atados los flotadores superó el viaje bastante dignamente. Al llegar, no solo sus amigos, todos los de la lancha estaban orgullosos de ella, de cómo se había enfrentado a su miedo. Durante ese trayecto conocí a mi amor platónico, la playa Cinto. Si me preguntaran ahora mismo que lugar en la tierra creo que podría parecerse al paraíso, contestaría con el nombre de esa playa.

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No puedo describirla, tienen que ir a conocerla.

Llegamos a una buena hora, podíamos merendar y ver la puesta de sol. Yo decidí quedarme una noche allí, porque me enteré justo aquel día de que mi amigo Dory, quien había sido mi compañero de habitación y penas en Cuzco, Perú, se encontraba en aquel preciso instante ¡En un hostal de Taganga! Ni aun queriéndolo hubiera creído posible que volviéramos a coincidir durante nuestras andaduras por Latinoamérica.  Él me había dicho que iba a intentar moverse por Perú, a pesar de la situación, pero parece que las circunstancias acabaran siendo más fuertes que su voluntad y rectificar es de sabios, por lo que se marchó de Perú y como yo acabó en Colombia. Fue ahí cuando el destino hizo su magia y decidió juntarnos de nuevo. Por si no fuera suficiente esa sorpresa, tanto Angie como Alfredo decidieron quedarse conmigo aquella noche, me dijeron que bien valía un madrugón pasar una noche más los tres juntos.

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Buscamos un lugar para comer arepas de huevo y nos fuimos a la playa a ver como el cielo cambiaba y toda la bahía parecía estar en llamas antes de apagarse y dar paso a la noche y su manto de estrellas.

Me quedó claro que Taganga era un pueblo tranquilo, y seguro cuando al iniciar el camino hacia el hostal escucho que alguien nos llama la atención y al voltear la cabeza me encuentro a un hombre sosteniendo la mochila que me había dejado en la arena de la playa, en la que llevaba todas mis pertenencias personales. Que linda sensación esa tranquilidad.

Nos constó un poco encontrar el hostal, a la luz de las farolas, el camino sin asfaltar que nos condujo a él era un tanto espeluznante, pero cuando tocamos el timbre y un sonriente Dory abrió la puerta, un aire cálido me inundó el pecho.

No era tarde, así que después de acomodarnos en la habitación y saludar a los demás huéspedes, éramos solamente 6 personas alojadas aquella noche, nos fuimos a cenar a un italiano que nos recomendaron, aunque el pescado es la auténtica maravilla de aquel pequeño pueblo pesquero.

Fue una noche especial, hablamos de nuestra forma de relacionarnos, de nuestras parejas, nuestros amigos, nuestros complejos. Después fuimos a pasear por el paseo marítimo, que estaba abarrotado de gente andando, tomando en la playa, escuchando música, en definitiva, pasándoselo bien.

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A pesar de tener un ocio nocturno tranquilo la ciudad está viva en la noche, y hay bastante variedad. A pie de playa en uno de los restaurantes, había música en vivo, un chico tocaba la guitarra mientras cantaba baladas. Por otro lado, hacia el hotel encontramos que en un pequeño bar se estaba celebrando una “jam” de rap, donde locales y turistas se animaban a improvisar versos en sus lenguas maternas.

A la mañana despertamos sin Angie, quien había tomado el autobús de madrugada, por lo que nos fuimos a la playa a relajarnos. Nada más llegar ya me di cuenta de que ese pequeño lugar, a diferencia de sus vecinos turísticos más concurridos, se mantiene auténtico y sin pretensiones. El pueblo conserva su tradición pesquera y en la playa nos encontramos a los pescadores limpiando y vendiendo la pesca de la mañana en puestos improvisados de madera.

Confieso que se me cierra el estómago cuando veo el pescado sin hielo, asentado sobre una mesa a 30 grados con un 80% de humedad. Pero si siguen vendiendo después de tantos años, será que el sistema funciona.

Aunque la playa de Taganga no es gran cosa, al ser de fácil acceso y estar en una bahía tiene su propio encanto. Pero si lo que buscas son aguas cristalinas y ver peces, te recomiendo ir a la playa grande, que se encuentra a tan solo 20 minutos a pie del centro del pueblo.

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Después de pasar un par de días, donde únicamente iba a estar una tarde, concluyo que Taganga es mucho más que un destino turístico; es un lugar donde la autenticidad se fusiona con la belleza natural. Cierto es también que el pueblo afronta varios desafíos actualmente, ya que, en su mayoría, carece de asfalto, no hay un buen sistema de recolección de basura, la cual se acumula en las calles y junto a las chabolas, que contrastan con la belleza natural circundante.

Sin embargo, posiblemente esto cambie en los años venideros, dado que el lugar tiene mucho potencial y se nota que ha habido un auge en el turismo, que ha conllevado la apertura de hoteles y nuevos restaurantes. Solo espero que el crecimiento que venga sea sostenido y sostenible, para que los habitantes de Taganga puedan vivir a su manera y su ritmo por muchos años más.

 

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