El lago de Pátzcuaro y sus tradiciones

Por Isabel Ortega |
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  Iwerrgsabel Ortega Ruiz 

 Estudió derecho en la Universidad Autónoma de Barcelona, Máster en Mediación y Resolución de conflictos en la Universidad de Barcelona, profesional del sector asegurador por 2 años, especializada en propiedad industrial, área donde ha trabajado por 4 años.


Estudió derecho en la Universidad Autónoma de Barcelona, Máster en Mediación y Resolución de conflictos en la Universidad de Barcelona, profesional del sector asegurador por 2 años, especializada en propiedad industrial, área donde ha trabajado por 4 años.

Como os contaba la semana pasada, fui con mi amiga Karla al estado de Michoacán a pasar la celebración del día de los muertos, un día muy especial para los mexicanos.

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El Día de los Muertos es una celebración tradicional que tiene lugar en México cada año el 1 y 2 de noviembre. Aunque pueda parecer una festividad lúgubre, en realidad es una fiesta en honor a los difuntos, que se celebra con coloridos altares, ofrendas y música.

Durante estos días, las familias crean altares en sus hogares o en las tumbas de sus seres queridos fallecidos, que incluyen objetos personales, comida, bebidas y flores. Se cree que las almas de los difuntos regresan a visitar a sus seres queridos en la tierra durante estos días, y los altares y ofrendas les ofrecen un lugar para descansar y disfrutar de los sabores y aromas de su vida terrenal.

Esto está directamente vinculado con la creencia de que nadie muere mientras su recuerdo permanezca en la memoria de alguien.  Y así se lo comunicó Disney al mundo a través de su película COCO, que fue todo un éxito como no podía ser de otra manera viniendo de este gigante de la animación. 

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Dicha película se inspiró en un pequeñito pueblo a orillas del lago de Pátzcuaro, que sin saberlo ni quererlo visitamos,  y los personajes de la película responden en algunos casos como el de la abuela coco a personas del pueblo.

Antes de la gran noche, nos acercamos a las ruinas de Tzintzuntzan y al pueblo de Pátzcuaro, que lleva el nombre del lago. Enclave privilegiado, entre verdes colinas (algunas son volcanes dormidos) el lago y sus islas.

Aunque pequeñas, las ruinas de Tzintzuntzan tienen un alto valor histórico, igual que el pueblo, donde hay claros ejemplos del mestizaje cultural que se produjo tras la llegada de los españoles. Hay iglesias al aire libre, en las cuales no hay ninguna imagen de la crucifixión, y donde los símbolos de elementos naturales predominan.

Si bien no es un pueblo demasiado colorido, lo encontramos vestido de gala cuando fuimos, en amarillo y naranja, oliendo a cempasúchil, la flor de los altares que recubre todas las calles y fachadas de las casas. Si Tzintzuntzan es el hermano feo, Pátzcuaro es el hermano guapo, con sus calles empedradas, sus pintorescas plazuelas y una arquitectura tradicional de casas blancas y rojas.

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Allí como no podía ser de otra manera, nos paramos a comer una nieve de pasta en una de las paraditas que se hayan en los portales de la plaza Don Vasco.

Después de un día tan largo nos volvimos para Morelia, para coger fuerzas puesto que al día siguiente habíamos contratado un tour para visitar durante la noche del 1 al 2 la isla de Janitzio, el panteón de Arócutin y Santa Fe de la laguna. El tour prometía también una cena tradicional y la visita de algún panteón familiar. Fue una noche muy intensa, con algunos momentos memorables y otros un poco lamentable. En el embarcadero hacía Janitzio donde nos escupió uno de los cientos de autobuses turísticos que llegaron a la zona a la misma hora con el mismo destino, hicimos una larga cola para subirnos a la embarcación, a la cual subimos de día y dejamos de noche ya en la isla. He de decir que la vista de la isla de Janitzio es preciosa, una ciudad de luces flotando sobre el largo y rodeada de pequeñas embarcaciones con luces. Es bastante mágico. Sin embargo, nada más pisar la isla el gentío me abrumó parecía aquello un centro comercial en navidad.  Y no es de extrañar, pues se trata de un pueblo tocado por las leyendas, ya que se contado de generación en generación que al morir las almas vuelan como mariposas hasta la Isla de Janitzio y solo se necesita abrir el corazón para que al atravesar en lancha el lago se puedan ver las almas dibujarse entre las aguas del lago de Pátzcuaro.  Había gente por todos lados, la cola para entrar al panteón era un despropósito, las familias a duras penas podían hacerse paso para ir a dejar sus ofrendas en las tumbas, y los turistas despistados y desubicados iban moviéndose a empujones y alguno que oro pisaba alguna lapida. Yo me agobié tanto en la cola de entrada al panteón que me fui rumbo a la estatura de Morelos que se haya en lo alto de la isla. Una estatua de nada más y nada menos que 40 metros. Tampoco llegué. Las calles olían a comida, especialmente a charales, pescado típico de la isla, cogí una cerveza y bajé a encontrarme con mi amiga a la salida del panteón. Nos fuimos para el embarcadero y allí, durante la espera tediosa de la embarcación, nos dieron a probar unos compañeros de grupo la charanda, un licor de caña de azúcar típico de la zona.

Y así es como nos hicimos amigos, unos de chihuahua, otros de sonora y nosotras. Nos reímos bebiendo charanda e imitado nuestros acentos. Es muy curioso como los demás te escuchan. Hasta que pise México no era consciente de como otros hispanohablantes entendían mi acento.

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Al dejar Janitzio nos fuimos para Arócutin, lo mejor de todo el tour a mi parecer. Un pueblo compuesto por cuatro calles, y coronado en lo alto del cerro con un santuario y el cementerio, en el cual no había nichos, los ataúdes se enterraban directamente en la tierra sin una organización, sin pasillos. Fue un momento muy íntimo, nos mimetizamos con las personas que estaban allí, de pie, escuchando la misa nocturna, a la luz de las velas. Sentí que no debía estar allí, que no tenía derecho a estar allí, sin embargo, me sentí cogida por la gente del lugar también. De ahí nos subimos de nuevo al autobús rumbo a Santa Fe de la Laguna, en la otra punta del lago de Pátzcuaro, lo que hizo que llegáramos a las 2 de la mañana, hambrientos, con frío y somnolientos. Allí fuimos a una casa particular, puesto que es típico para los purépechas el primer año ofrendar a los muertos en la casa de los parientes. Allí en la casa se instala el altar y en la noche llegan familiares y amigos para realizar su ofrenda. Nada más entrar nos ofrecieron pozole caliente y pan, fueron muy amables, aunque yo la situación me resultó incomoda. En la casa de una familia, a altas horas de la madrugada, un montón de personas desconocidas. En ese altar había quilos y quilos de fruta. Espero que no se desperdiciara esa comida, pues, aunque hay que preservar y respetar las tradiciones, no podemos ampararnos en ellas para mantener acciones poco éticas o sostenibles en la actualidad.

Por suerte y por salud, después de esta última visita volvimos para Morelia, llegando a las 4am. 

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