Trekking a Ciudad Perdida ( Tayrona )

Por Isabel Ortega |
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  Iwerrgsabel Ortega Ruiz 

 Estudió derecho en la Universidad Autónoma de Barcelona, Máster en Mediación y Resolución de conflictos en la Universidad de Barcelona, profesional del sector asegurador por 2 años, especializada en propiedad industrial, área donde ha trabajado por 4 años.


Desde que mi amigo Pierre me contó sobre la existencia de la Ciudad Perdida en Colombia quise ir. Por eso, cuando Thomas, me dijo que él me acompañaría en la aventura si me animaba, lo tuve claro, teníamos que ir. Llegué a Santa Marta un poco estresada, porque mi móvil no funcionaba. La pantalla no respondía a ningún tacto, con suerte me dejaba coger alguna llamada si sonaba, pero no podía poner el google maps, no podía escribir por redes ni nada. Entonces, de repente, me sentí muy perdida y desconectada. Afortunadamente, se rompió en el mejor momento, porque para la ruta no lo necesitaba y simplemente le dije a mi familia que estaría sin cobertura durante unos días. Me tomé esos días como una desconexión digital.

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No estaba segura de si podríamos empezar la ruta al día siguiente porque no habíamos abonado su coste aún y faltaban menos de 24 horas para su inicio. Por eso, cité a Thomas directamente en la oficina de turismo con el estómago lleno de nervios, porque no le veía desde nuestra despedida en México hacía un mes y yo le había convencido para que me acompañara en esta aventura. Todo salió bien, completamos la reserva y nos aclararon las dudas que teníamos sobre el equipaje. Yo no tenía ninguna mochila mediana por lo que después de darnos un fuerte abrazo y ponernos al día cenando me fui a reorganizar mis cosas, metiendo todas mis pertenecías en bolsas para dejar en el hostal y vaciar así mi mochila que llenaría con lo elemental para los cuatro días de camino que nos esperaban.

Al día siguiente me encontré con Thomas a las 8 am en la oficina turística, donde nos dividieron en grupos y tomamos un 4x4 hasta la pequeña localidad de Machete Pelao, donde se inicia actualmente la ruta de 50 kilómetros hacía la Ciudad Perdida o Teyuna. Una localidad pequeña marcada por el narcotráfico años atrás, que parece que se está recuperando de sus cicatrices en parte gracias al turismo.  Nos dieron un rico desayuno, a base de arroz, ensalada y pescado frito. Yo pude cambiar el pescado por legumbres, así que todos felices. Nuestra guía, nos preparó psicológicamente para lo que nos esperaba, unas tres horas de caminata con una subida inicial de 30 minutos seguida de una posterior de 45 minutos.  Empezamos todos muy animados, hablado, conociéndonos, pero a medida que el camino se volvía más exigente y las primeras gotas de sudor empezaron a recorrer nuestros cuellos, las conversaciones se fueron apagando lentamente.

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El paisaje del primer día no es especialmente bonito, transcurre en su mayoría por una pista de tierra que parece un cortafuegos con grandes pendientes. Ahí tienes que ir sorteando las motos que suben y bajan, cargadas con personas y mercancías, además de procesiones de mulas. Sin embargo, todo cambia al final de la última bajada antes de alcanzar el primer campamento, donde las montañas se abren y dejan paso al río. Nada más llegar los guías nos animaron a escoger cama y bajar a la “piscina natural” como ellos la llaman. Una pequeña poza que se crea en el discurrir del río. Allí disfrutamos como niños, saltando de las rocas al agua, nadando, metiéndonos debajo de la cascada etc. Sin darnos cuenta la noche se nos echó encima por lo que subimos a ducharnos, cenar y compartir las primeras impresiones y unos chupitos de guaro de la botella de aguardiente que había comprado para celebrar los éxitos de la ruta. Nos fuimos a dormir temprano, las alarmas sonarán a las 5 am. Por desgracia esa noche sufro de insomnio, un insomnio sin sentido, que no me permite descansar y escucho todos los ruidos de la selva en la noche, incluida la lluvia que cae durante horas encima del techado de metal.  

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A la hora estipulada empezamos a escuchar los primeros pasos y los guías empiezan a levantarnos, el campamento se despierta.   Mi grupo, y yo, somo un poco perezosos y somos los últimos en salir. Imaginaos como somos de perezosos que tenemos que buscar un nombre de grupo y como somos 4 españoles, 5 franceses y un colombiano nos titulamos FRANCOÑOLES. Nuestra guía no llegó a acostumbrarse al mote y le avergonzaba gritarlo.

El segundo día es muy diferente al primero, ya estamos en ruta, tenemos que andar por 7 horas, divididas en dos partes. Todo está muy bien organizado por lo que el cansancio es llevadero. Cada dos horas más o menos paras en una improvisada estación hecha con tablas de maderas donde te sirven fruta fresca y puedes descansar unos minutos. Lo malo de eso es que los mosquitos, sedientos de sangre, aprovechan esas ocasiones para atacarnos sin piedad y no hay repelente que pueda pararlos porque la humedad y el sudor no permiten que este se adhiera a la piel.

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Parte del camino transcurre a la orilla del rio Buritaca, y miles de arroyos lo van cruzando, por lo que acabamos más de uno con los pies empapados, preguntándonos si se nos secarán (Spoiler: Allí no se seca nada).

Ese día empezamos a cruzarnos con los habitantes que pueblan la Sierra Nevada, Koguis principalmente, descendientes de los Tayronas junto con los Arhuacos, Wiwas y Kankuamos. Todos ellos son los guardianes de la montaña.  Pasamos también por un poblado Wiwa, desierto, porque no les gusta mezclarse con los turistas y no se dejan ver.

Durante el camino además de contra la humedad y los mosquitos también tuvimos que luchar contra el barro que se había formado por las fuertes lluvias de los días anteriores. Porque repito, allí no se seca nada.  Ante esa situación se me ocurrió sugerir que el primero que se cayera invitaba a la primera ronda de cervezas. Mi desilusión fue que el efecto fue mayor del esperado y todo el mundo se cuidó de tropezarse, por lo que no hubo invitación. La lluvia nos acompañó durante todo el día de forma intermitente, por lo que el café caliente que nos dieron al llegar al campamento agotados y mojados nos supo a gloria bendita.  Además del café, nos esperaba un bol de palomitas y unas duchas de agua helada. Por eso, después de un café colombiano bien caliente y sin azúcar me acerqué al rio a bañarme, me dejé llevar por la corriente, contemplando las montañas cubiertas de niebla. No puede describir ese momento de paz.  

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Esa noche Thomas nos enseñó un juego muy fácil de pulgares en los que tienes que ir contando hasta 21 y poniendo pruebas. Nos lo pasamos en grande y después de otro chupito de guaro nos fuimos a dormir. El insomnio no me abandonó aquella noche tampoco, y me pregunté ¿Cuánto puede resistir el cuerpo humano?

Volvemos a levantarnos a las 5am, nos quedan más de 15 kilómetros por delante, pero sabemos que valdrá la pena porque llegaremos al complejo arqueológico de Ciudad Perdida, perdida de verdad, en medio de la nada. Tras sortear el rio Buritaca a pie y por aire subidos en un montacargas accionado con una polea de cuerdas, nos enfrentamos al agotamiento de subir los 1.200 escalones que nos subirán a los a los mil metros de altura donde se situaba esta antigua ciudad.  

¿A quién se le ocurriría construir una ciudad en un lugar tan inhóspito? Lo entendí nada más llegar.

El lugar se compone de decenas de terrazas circulares que antes soportaban las casas de los Tayrona, de las cuales únicamente se conserva hoy en día la base de dichas estructuras, en forma circular. De ahí que se llamen “terrazas”.  Llegamos que estaba nublado, pero por suerte para nuestros nosotros, se despejó y pudimos contemplar la magnificencia del lugar.

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Todo un digno rival para Machu Picchu, y más cuando te explican que únicamente un 10% está descubierto y que seguramente la ladera de enfrente, cubierta de árboles también estuviera antaño repleta de casas de piedras.

Uno se siente minúsculo en un lugar así, y te das cuenta de que no eres más que una mota de polvo en el universo y en la historia de la tierra y de la vida.

Después de tal experiencia, nos tocaba deshacer camino. El último día fue el peor, no solo por el cansancio acumulado, sino porque cuando estás subiendo tienes de recompensa el paisaje, el aprendizaje, lo nuevo por descubrir.  De bajada, te queda el silencio.

Tras varios días andando ya ni las bajadas eran bienvenidas, es más, eran las peores, porque las rodillas nos temblaban. Por eso, en el último tramo del cuarto día, compuesto por una bajada interminable de 7 kilómetros nos fuimos separando unos de otros y ya no nos encontramos hasta llegar al punto final, Machete Pelao de nuevo.

Íbamos a diferentes ritmos, en parte creo que digiriendo todo lo que habíamos vivido y convivido durante esos días en los cuales habíamos creado una especie de rutina y nos habíamos acompañado y apoyado durante momentos más y menos buenos.

Y es que un viaje no es completo si no creas una conexión especial con la gente y el sitio, y en ese camino lo encontramos todo. Volvería una y mil veces. 

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