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Por Benjamín Barney Caldas
Arquitecto de la Universidad de los Andes con maestría en historia de la Universidad del Valle y especializaciones en la San Buenaventura. Ha sido docente en los Andes y en su Taller Internacional de Cartagena; en Cali en Univalle, la San Buenaventura y la Javeriana, en Armenia en La Gran Colombia, en el ISAD en Chihuahua, y continua siéndolo en la Escuela de arquitectura y diseño, Isthmus, en Panamá. Miembro de la Sociedad Colombiana de Arquitectos, la Sociedad de Mejoras Públicas de Cali y la Fundación Salmona. Escribe en El País desde 1998, y en Caliescribe.com desde 2011
A lo largo de todo el proyecto y de la construcción de lo que pretenden realizar en la Sagrada Familia, y sobre todo en el debate actual respecto al mismo, no han faltado los populismos, las polarizaciones y las posverdades, las que Moisés Náim ha señalado cómo las herramientas con que “se obtiene, se usa, se abusa y se pierde el poder en el siglo XXI” (La revancha de los poderosos, 2022).
Manifestaciones que se suceden unas detrás de las otras tratando de impedir torpemente el debate serio y democrático que este asunto amerita y que es concerniente a Cali: ciudad y ciudadanos, y no solamente a los residentes alrededor del Parque de El Peñón y de los varios barrios cercanos al mismo.
Populismos, como lo es hablar del “desarrollo” para la ciudad que traería dicho proyecto, ignorado que afectaría negativamente el hoy muy agradable ambiente de ese popular parque imponiéndole un uso primordial y masivamente comercial al frente, y por consiguiente a los barrios que lo rodean; o como decir que hay que restaurar el antiguo colegio pasando por alto que no se trata de un monumento sino de una construcción patrimonial de propiedad privada, que para poder conservarla hay que cambiar su uso pero sin abusar, ni pasando por alto la normativa al respecto ni los procesos requeridos. Populismos, que por supuesto suelen llevar de inmediato a las polarizaciones.
Polarizaciones que van desde sostener que para salvar a sus incautos inversores hay que permitir que se haga todo lo que sus promotores quieren, o que lo mejor es que no se haga nada de lo que proponen. O que todo está legalizado, o que nada lo está. O que las sencillas y austeras fachadas del colegio hay que adornarlas y llenarlas de colores o, por lo contrario, no permitir los pocos y pertinentes cambios que habría que hacerles dado sus nuevos usos. O que entre gustos no hay disgustos cuando culturalmente si que hay. O que todo es corrupción o que nada lo es. Polarizaciones que por supuesto llevan a las posverdades necesarias para tratar de justificarlas a como dé lugar.
Posverdades éstas que son permanentes, confusas o contradictorias en torno a las normas urbano arquitectónicas que aplican a un Bien Inmueble de Interés Cultural, y sobre los permisos otorgados a un proyecto por lo demás en permanente cambio en tanto usos, áreas y alturas; y por supuesto en dichas posverdades priman las relativas a las subsiguientes sanciones jurídicas aún incumplidas. Se trata de manifestaciones contrarias a lo que se sabe, se piensa o se siente, que es como el DLE define la palabra mentira, mientras que la obra sigue adelante, en silencio y poco a poco, a espaldas de la ciudad, y se continúan realizando diversos eventos en lo que queda del colegio.
Pero mientras los promotores del proyecto y las Autoridades Municipales usan y abusan del poder, la ciudad pierde y sus ciudadanos solo obtienen una muestra más de la torpeza con la que se la maneja hace décadas, tanto desde el ámbito público como privado, que ha llevado a su caos y fealdad actuales. De ahí la crucial importancia del reclamo adelantado por el colectivo denominado Centro Histórico Adelante para que se cumpla el mandato judicial para que el Municipio proceda a desmontar parte de la estructura metálica, de unos pisos de más, levantados sin permiso, la que en rigor no debería sobrepasar la altura del colegio, así como no se debería haber demolido parte del mismo.
