Chacahua, una obra maestra de la naturaleza

Por Isabel Ortega |
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  Iwerrgsabel Ortega Ruiz 

 Estudió derecho en la Universidad Autónoma de Barcelona, Máster en Mediación y Resolución de conflictos en la Universidad de Barcelona, profesional del sector asegurador por 2 años, especializada en propiedad industrial, área donde ha trabajado por 4 años.


Que sitio Chacahua, es uno de esos lugares que uno sabe que van a sorprenderle, pero no se imagina cuánto. Acabé ahí de casualidad. Las chicas que conocí en Paziflora, el hostal de Puerto Escondido, montaron una escapada a este lugar y me uní a ellas. Por supuesto, se lo dije a Clement y Juanca, y a nuestro nuevo fichaje, Thomas. De forma desorganizada y caótica hicimos las maletas para dejar a través el turismo de masas y poner rumbo al parque natural de Chacahua. No llevábamos nada reservado, nos habían dicho que al llegar allí preguntáramos por alojamiento, que había cabañas de sobras y que si no, podíamos dormir en una hamaca. Yo nunca había dormido en una hamaca y me sentía algo desamparada yendo a un lugar sin alojamiento. Pero en este caso, lo peor no fue la incomodidad por la falta de organización, sino el poder estar incomodando a mis amigos, la sensación de quizás no ser bienvenida. Sentía que me había unido al plan de unas personas sin que me invitaran y conmigo había llevado a tres personas más y quizás estaba poniendo en un compromiso a las chicas, que me habían comentado el plan y rápidamente me había unido a ello.

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Cuando uno viaja tiene que ser flexible y ceder, y la empatía y la generosidad aumentan, por lo que me sentía muy responsable de los sentimientos de las nuevas personas que había conocido, no quería que mis decisiones fueran una carga para ellos/as. Por suerte, confíe en la palabra de ellos, y todo salió bien y pasamos unos días increíbles en la laguna de Chacahua todos juntos, con celebración de cumpleaños incluida.

Hay diferentes formas de llegar, pero con ninguna te libras de coger la lancha. Puedes optar por cruzar la laguna entera, contemplando el manglar, y las poblaciones autóctonas que viven en él, o simplemente pasar al otro lado y adentrarte en un camino de terracería que conduce directamente a Chacahua.

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Decidimos ir a través del manglar, que se cierra sobre el agua formando túneles y pasillos, llenos de claroscuros.  Cuando la lancha desembarcó en la arena sentí paz, la boca del río se encontraba allí con el mar, formando una piscina tranquila como una balsa de aceite, y las únicas personas tumbadas en la arena eran las dos amigas que allí nos esperaban.  Nunca había estado en un lugar como ese. A día de hoy, aún tengo muy presente la sensación de contemplar ese espectáculo de la naturaleza.

No nos costó mucho encontrar alojamiento. Donde estaban hospedadas las chicas había cabañas vacías, habitaciones para 3 y 4 personas con baños compartidos, sin lujos, pero sin necesidad de ellos, porque estar donde estábamos era el verdadero privilegio. Las construcciones eran generalmente de madera, y tenían poco hormigón. Junto a las mismas había techados para resguardar a la gente del inclemente sol, y tumbonas para practicar la pereza.

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También podías encontrar a lo largo de la playa varios restaurantes, regentados por las mismas personas que llevaban las cabañas, en las cuales ofrecían comida según la pesca del día y la fruta disponible en la pequeña tienda del centro del pueblo.  El  ambiente era muy tranquilo y a partir de las 22 de la noche se apagaban las luces y todo el mundo se iba a dormir. Los locales eran muy cercanos y acogedores, se generaba rápidamente un ambiente de confianza que permitía fácilmente la convivencia entre locales y turistas, difuminándose por algunos momentos la diferencia entre los dos. Había mucho residente que vendía comida ambulante por la playa, y toda buenísima, cocinada a fuego lento, con cariño, como aquel parque natural.

 La mayoría de turismo en el parque eran surfista veinteañero durmiendo en tiendas de campaña distribuidas entre las mesas para comer.  No había apenas cobertura y tampoco nada que hacer aparte de disfrutar de lo que la naturaleza te brindaba, por lo que practicamos el arte de no hacer nada. Comer, contemplar y dormir fueron nuestras actividades principales. La primera tarde tomamos una clase de surf, porque el mar llegaba con fuerza a la costa, pero no se generaban olas demasiado altas para principiantes como nosotros, nada que ver con la playa de Zicatela de Puerto Escondido.  Después nos fuimos a ver el atardecer a la parte del río, donde nos comieron vivos los mosquitos. Desde entonces el repelente se volvió complemento indispensable, sustituyendo al móvil que en esa zona de poco servía.

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Por la noche nos montamos en una lancha para ir a ver la bioluminiscencia, que se trata de un fenómeno natural en el cual ciertos microorganismos presentantes en el agua emiten luz cuando se mueven. No tuvimos mucha suerte y no pudimos ver demasiado, porque ese plancton llega a la laguna desde el mar y en ese momento había poco. Pero el paseo vale la pena, vas a oscuras en la lancha a través del manglar, y si te fijas, puedes ver los ojos rojos de los caimanes, los cuales se asuntan del ruido del motor y huyen. Eso era lo que me repetía una y otra vez cuando salte al agua de la laguna para agitar el plancton en medio de la noche. Durante un instante, la laguna y el cielo se fundieron, y me parecía que me estuviera bañando en el cielo, pues el agua se cubrió de motas brillantes como estrellas.  Por si esa experiencia no fuera suficiente, al volver de la bioluminiscencia, la naturaleza no regaló otro milagro, nos mostró una tortuga desovando.

De camino hacía nuestra cabaña, nos encontramos con una tortuga  que había ido a desovar al bar del alojamiento donde nos hospedábamos. La gente que se encontraba allí en ese momento apartó las sillas para facilitarle el camino, y después llamaron a una persona que trabajaba como voluntaria en el refugio de tortugas de la alguna. Hicimos un corro detrás de la tortuga, para evitar que nos viera, y así no se estresara y contemplamos ese momento tan íntimo y feroz. Estuvo mucho roto haciendo un agujero con sus aletas para poder poner los huevos lo después. Estaba tan agotada la tortuga después de tal esfuerzo que apenas desfallece volviendo al mar.

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Pensar que ese animal volvió después de años a donde había nacido para continuar su linaje, es algo fascinante. Me enteré tiempo después, de boca de un colombiano, que en aquella zona antiguamente se comían los huevos de tortuga porque se creían que ayudaban a la libido del hombre. Pero que gracias a un arduo trabajo de concienciación durante años ahora esa práctica estaba mal vista y toda la comunidad se había volcado con la protección del animal.

Al día siguiente los chicos se volvieron para Puerto Escondido y las chichas me hicieron un hueco en su cabaña para dormir. Nos fuimos al otro lado del río para ver el atardecer y nos conocimos todas un poco más, luego nuestros rumbos también se separaron, pero por poco tiempo, porque nos volvimos a encontrar en San Cristóbal de las Casas. Seguid conmigo en esta aventura para saber más. 

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