Rey misericordioso y servicial

Por Héctor de los Ríos |
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P. Héctor De los Ríos L.
 

VIDA NUEVA

A lo largo el año hemos venido viviendo y celebrando: el tiempo de espera del Redentor (Adviento); el nacimiento del señor (Navidad); su camino de preparación hacia la Pascua (Cuaresma); su Pasión, Resurrección y Glorificación (Semana Santa, Pascua, Ascensión, Pentecostés). Hoy terminamos el Año Litúrgico celebrando a Cristo «Señor y Rey del universo». No se trata de ninguna «forma política de gobierno», sino del Reino de Dios instaurado por Jesús y al que le da plenitud: que habita en nosotros, a pesar de que «no es de este mundo». A Jesús tenemos que bajarlo de todos los tronos para dejarlo solamente en la Cruz y en la Resurrección a una Vida Nueva.

LECTURAS:

Daniel 7, 13-14: «Su reino no acabará»

Salmo 93(92): «El Señor reina, vestido de majestad»

Apocalipsis 1, 5-8: «A Jesucristo, el Testigo fiel, la gloria y el poder por los siglos de los siglos»

San Juan 18. 33-37: «Tú lo dices: Soy rey»

No es de este mundo

Afirmar que «el reino de Cristo no es de aquí» es decir que sus características son la verdad, el servicio y el amor. Si la Iglesia quiere visibilizar la realeza de Cristo lo tendrá que hacer de esta manera. Celebrar a Cristo Rey es traer a la vida su acción salvadora. El es un rey muy distinto de como son los reyes humanos: su palacio es el universo, su poder es el amor, sus súbditos son todos los hombres y mujeres de la historia por quienes se ha entregado hasta la muerte. Su Reino abarca todo lo creado. La muerte no lo amenaza pues al resucitar entró encarnado en la vida de Dios que es eterna.

Nos servimos de la imagen del Rey para expresar su ser divino al servicio del hombre. Ese Rey es el que lava los pies de los discípulos, el que acoge a los pequeños, el que sirve a los enfermos, el que ama a los pobres habiendo compartido con ellos la vida y su trabajo. La fuerza de su acción está en ese contraste entre el poder que le asiste como a Dios y la humildad de que se reviste como hombre, obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Durante mucho tiempo la fiesta de Cristo Rey ha estado cargada de acentos triunfalistas. La realeza de Cristo se ha pretendido visibilizar en el mundo y en la Iglesia por la pompa, el poder. Sin embargo estas características son las propias de los reinos de aquí abajo. Abandonar los triunfalismos exige como primer paso el reconocimiento de que somos pecadores. Y lo somos porque hemos colocado realidades que no son Cristo, en su lugar. Y por ello hemos prostituido nuestras relaciones con Dios. Pero Dios siempre perdona a quien se reconoce pecador. La Palabra de Dios nos dice que Cristo es el Señor. Que únicamente esto, asegura la libertad, la convivencia, la construcción de un mundo de verdad, de justicia, de amor y de paz.

Jesús Rey mártir

«He venido para dar testimonio de la verdad», dice Jesús, usando un término muy fuerte, que contiene en sí el significado de martirio, en griego (marturh,sw = «martyreso», es decir, testimoniar: es lo que hace el mártir por le FE). El testigo es un mártir, el que afirma con la vida, con la sangre, con todo lo que es y lo que tiene, la verdad en la cree. Jesús atestigua la verdad, que es la Palabra del Padre («Tu Palabra es verdad»:  y por esta Palabra Él da la vida. Vida por vida, Palabra por Palabra, amor por amor. Jesús es «el Amén, el Testigo fiel y veraz, el Principio de la creación de Dios»; en Él existe sólo el Sí, por siempre y desde siempre y en este Sí, nos ofrece toda la verdad del Padre, de sí mismo, del Espíritu y en esta verdad, en esta luz, Él hace de nosotros su reino.

El «drama» de la FE: llamados a «escuchar» a Cristo

Y es aquí donde reside el dramatismo de la escena: Pilato podía haberse «abierto» a esta dimensión de la fe, pero se recluye en su posición de poder político-terrenal, encerrándose cerrilmente en su «increencia», como los judíos (importante:  los judíos de ningún modo pisan el tribunal en la casa del gobernador pagano...).

El acontecimiento de la revelación tiene lugar al dar Jesús testimonio de la verdad: en Jesús «experimenta » el creyente la revelación personal de Dios. El, Jesús, descubre el misterio de Dios; Él lo hace paternal a través de su encarnación humana. Y todo aquel que escucha y no se cierra a la revelación de Dios en Jesús, será aceptado por la experiencia de la fe (conocimiento de la verdad) en una corriente de relación viva con Dios, por Jesucristo vivo, actual y actuante hoy en la Iglesia.

Esperanza combativa y operante

Efectivamente Cristo es el Señor y el centro del Universo. Su Resurrección lo ha convertido en el primogénito de entre los muertos. El es el punto Omega al que converge toda la creación y en el que toda la historia humana encontrará un final digno y glorioso. En él está nuestra garantía y él es de donde arranca la fuerza de nuestra esperanza. Pero nuestra esperanza es combativa y operante. Todavía no ha llegado a su plenitud el Reino de Cristo. La verdad, la justicia, el amor y la paz no son las características de este mundo. La obra de Cristo está inacabada. Por culpa del poder todavía hoy se pasa hambre y sed. Se vive explotado, aniquilado, esclavo. El Hijo del Hombre, el Señor se hace presente en el mundo de los marginados, oprimidos, humillados, empequeñecidos, en los pobres porque se identifica con ellos. Liberar al hombre de su opresión es creer firmemente que Cristo es el Señor. Asumir la tarea de desmontar los ídolos, los falsos dioses, es ejercitar la esperanza. Esto no se hace sin riesgo y sin cruz. Pero, el cristiano asume su tarea con espíritu profético, con talante de apóstol. La seguridad de Cristo le lleva a vivir las tribulaciones que le acarreará el testimonio de la verdad con alegría. Porque sabe que él no es mayor que su Maestro y que identificarse con El significa identificarse radicalmente con su cruz.

Relación con la Eucaristía

Los que participamos en la Eucaristía queremos participar también en la extensión de su Reino de justicia, de amor y de paz.

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