Permanecer En La Fe Del Padre Y Del Hijo O, Alejarse Con El Maligno.

Por Héctor de los Ríos |
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P. Héctor De los Ríos L.
 

VIDA NUEVA

La acción salvadora de Dios tiene su origen en su amor misericordioso. Se dirige al hombre necesitado de salvación para alcanzar su plena realización como hijo de Dios, hecho a su imagen y semejanza. Pero el hombre es libre de aceptarla o no. En un momento dado, con una actitud madura, debe manifestar ante el mundo que acepta la salvación a la que Dios lo llama o se niega a ser salvado.

Lecturas: 

Jos. 24, 1-2a.15-17.18b: «Escojan a quien van a servir»

Sal. 34(33): «Gusten y vean qué bueno es el Señor»

Ef. 5, 21-32: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella»

Jn. 6, 6, 60-69: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» 

¿Nos marchamos o nos quedamos con Él? 

En nuestro mundo estas dos posibilidades siguen abiertas al hombre. Somos testigos de que ellas existen, en nosotros y en el mundo que nos rodea. Algunos incluso hacen profesión pública de ateísmo. Dicen lo que los hombres del tiempo de Jesús manifestaban: Duro lenguaje, inaceptable... Orgullosos de sus conquistas técnicas se ensombrecen en sus pensamientos. Quieren un Dios manejable, manipulable, a la medida de la capacidad humana. Esa actitud abarca todos los campos de la vida humana no solo en la doctrina sino también en la moral.

Como discípulos, a lo largo de la vida debemos en momentos claves, hacer un alto y ponernos el interrogante: ¿A quién vamos a seguir? ¿Nos contentamos con nuestros límites humanos o, en respuesta a la invitación divina, abrimos los espacios ante nosotros y le decimos al Señor: ¿Creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios? Nunca es más grande el hombre que cuando se inclina ante Dios y lo adora.

La murmuración y la cerrazón del corazón

Esta temática de la murmuración me sacude aún más, me mete en crisis. Recorriendo la Biblia, aunque sea solamente con la memoria, me doy cuenta de que, la murmuración contra el Señor y contra su modo de obrar, es la realidad más terrible y destructiva que pueda ocurrirme y habitar en mi corazón, porque me aleja de Él, me separa fuertemente y me deja ciego, sordo, insensible. ¡Me hace decir que Él no existe, mientras que está muy cerca; que Él me odia, ¡mientras que me ama con amor eterno y fiel!

¡Es la más grande de las sinrazones! En el libro del Éxodo, de los Números o en los Salmos, encuentro que el Pueblo del Señor llora, se lamenta, se enfada, murmura, se cierra en sí mismo, se va, muere; un Pueblo sin esperanza y sin vida. Comprendo que esta situación se crea cuando no hay ya diálogo con el Señor, cuando se ha roto el contacto, cuando, en vez de preguntarle y de escucharlo, permanece en mí solamente la murmuración: esta especie de zumbido constante dentro del alma, en los pensamientos, que me hace decir: "¿Podrá el Señor preparar una mesa en el desierto?".

Si murmuro contra mi Padre, si dejo de creer en su Amor hacia mí, en su ternura que me colma de todo bien, permanezco sin vida, sin alimento para el camino de cada día. O, si me enfado, me encelo porque Él es bueno, porque da su amor a todos sin medida, hago como los fariseos, entonces permanezco completamente solo y, además de no ser ya hijo, no soy ni siquiera hermano de nadie. De hecho, la murmuración contra Dios está unida a la murmuración contra los hermanos y hermanas. Aprendo todo esto siguiendo el significado de este verbo.

La confesión de la fe en Jesús, Hijo de Dios

La aparición de Simón Pedro al final de esta perícopa, es como una perla engastada sobre una joya preciosa, porque es el que nos grita la verdad, la luz, la salvación, a través de su confesión de fe. Extraigo otros trozos del Evangelio, otras confesiones de fe, que ayuden en mi incredulidad, porque también yo quiero creer y después conocer, quiero creer y tener estabilidad.

Relación con la Eucaristía 

Toda vida cristiana que no sea entregada es una mentira y una traición a Cristo. ¿Son así nuestras Eucaristías? Muchas veces da la sensación de cansancio y hastío que no es capaz de llamar a nadie... no se puede invitar a nadie, sino es para gozar de la alegría y de la comunión con Dios.

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