Centenaria costumbre de soportar el calor de temporada

Por Guillermo E. U… |
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Por Guillermo E. Ulloa Tenorio

Economista de la Universidad Jesuita College of the Holy Cross en Estados Unidos, diplomado en alta dirección empresarial INALDE y Universidad de la Sabana. Gerente General INVICALI, INDUSTRIA DE LICORES DEL VALLE, Secretario General de la Alcaldía. Ha ocupado posiciones de alta gerencia en el sector privado financiero y comercial.


Este año, como todos los anteriores, en el mes de julio se registran altas temperaturas. No se debe al cambio climático, como alarman los medios, sino sencillamente a la tradicional estación seca y de baja precipitación. Las marcadas épocas secas caleñas han acuñado coloquialmente el término “temperar”, significando cambiar de temperatura, y así aprovechar la agradable temperatura de la vecindad cordillerana escapando del insoportable calor de temporada.

Los corregimientos de Cali siempre han sido el destino de miles de familias caleñas que escapan la calurosa estación de estos meses. El descansadero de caballos, parada indispensable para ir al mar, del Saladito, limitando con Felidia y la Elvira siempre fueron favoritos. Pichindé, con un clima más seco y diferente vía de acceso, es predilecto de muchos. Recientemente Dapa y Calima se han convertido en privilegiados lugares.

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En mi infancia el destino era La Cumbre. Doscientos años atrás, su agradable clima y bellos paisajes cordilleranos, habían conquistado los corazones de veraneantes. El trazado del ferrocarril le dio vida como municipio hace ciento diez años. Su ubicación a 1500 metros sobre el nivel del mar, la de mayor altura en el trayecto entre Cali y Buenaventura, era sitio ideal para llenar las calderas de las negras, imponentes y brillantes locomotoras a vapor, de agua, y cargar el vagón de carbón que alimentaría la caldera en su trayecto, labor supervisada por el maquinista y su fogonero. 

La expectativa del viaje a La Cumbre comenzaba unas semanas antes de salir a vacaciones escolares. La emoción se acrecentaba contando los días que faltaban. En verdes baúles empacábamos la ropa de temporada. Llegábamos a la espectacular estación maravillados por los inmensos murales de Tejada. Al oír el silbato del tren sentíamos el inolvidable palpito que la aventura comenzaba.

Después de pasar Puerto Isaac, puerto fluvial yumbeño, se iniciaba el acenso cordillerano. Pegados a las ventanillas del vagón, escuchando el traqueteo rítmico de las ruedas metálicas y extasiados por una verdadera onomatopeya, divisábamos el precipicio del rio Yumbo. Poco a poco y a medida que subíamos, las escarpadas colinas se transformaban hacia un verdor selvático. En las curvas pasábamos por esplendorosas cascadas de manantiales de aguas cristalinas y al pasar los túneles sentíamos el sahumerio del carbón. Sabíamos que estábamos llegando cuando nuevamente el silbato anunciaba el arribo. 

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Llegando éramos recibidos como en un desfile. Como las casas quedaban a lado y lado del corredor férreo observábamos la alegría de las familias veraniegas saludando y agitando las manos recibiendo los veraneantes que llegábamos para disfrutar vacaciones escolares. Veíamos a los Alban, Bieler, Corey, Calero Buendía, Calero Blum, Caicedo Burrowes, Caicedo Escobar, Escobar Escobar, Escobar Navia, Venegas, Hormaza, Abadía, Gandini, Zorrilla, Guerrero, Morales, Martínez Magaña, Zamorano de Lemos, los primeros veraneantes de origen sirio libanes, Nader, Semán y Juri, entre otros tantos veraneantes. Casi todos de más edad que yo eran amigos de mis hermanas mayores. Cuando el tren se detenía, se escuchaba un fuerte y último suspiro de vapor de la locomotora susurrando en agradecimiento el final del viaje.

Las casas de La Cumbre eran de rustica apariencia, paredes y pisos en madera, enormes balcones y un arco iris de colores. Algunas ostentaban altos techos de conos invertidos de corte europeo. Al bajar del tren, éramos recibidos en la estación por lugareños enruanados, las hermanitas de la congregación de la madre Eufemia Caicedo, quienes nos llamaban por nombre propio y, por supuesto, la agradable temperatura que inmediatamente sentíamos y agradecidos de escapar el calor infernal estacional de Cali.

Recordar esos maravillosos años confirma que “temperar” no solamente era cambiar de temperatura, sino costumbres, vestimenta, dejar volar la imaginación infantil, tal y como las cometas que los vientos de verano elevaban.

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