Medellín es una chimba

Por Isabel Ortega |
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  Iwerrgsabel Ortega Ruiz 

 Estudió derecho en la Universidad Autónoma de Barcelona, Máster en Mediación y Resolución de conflictos en la Universidad de Barcelona, profesional del sector asegurador por 2 años, especializada en propiedad industrial, área donde ha trabajado por 4 años.


Aterricé en Colombia, concretamente en Medellín, el 25 de diciembre de 2022, junto con dos peruanas que conocí en el avión con quien compartiría esos primeros días en este bello país, “mis chicas”.

¿Cómo acabé allí? Amistad.

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Tras conseguir salir de Cuzco y volver a Lima un 22 de diciembre, me quedé a pasar la nochebuena allí con mi amigo Juanca, que ya había vuelto de México, y por desgracia el 23 de diciembre perdió su vuelo a Piura para reunirse con su familia.

Como los dos nos quedamos en la situación de que no podíamos volver a casa por navidad, decidimos recurrir a lo que habíamos estado haciendo juntos en México, ir a un hostal a conocer y compartir con sus huéspedes. Yo me hospedaba en Miraflores, y muy cerca, por internet vimos que el hostal Pariwana, hostal con terraza y fiesta cada noche, ofrecía una cena de navidad. Nos apuntamos sin dudarlo y hasta decidimos hacernos un regalo sorpresa aquella noche. Sería la última que pasaría en Perú, porque acababa de comprar un vuelo a Medellín. Dos mensajes con dos personas hicieron que fuera allí y no siguiera mi plan de intentar llegar a Ecuador: Un mensaje de Thomas, y uno de Poliana. A ambos los conocí durante mis andaduras en México, ambos los había conocido junto a Juanca, que se puso muy contento de saber que los volvería a ver. Los dos se encontraban en Colombia en aquel momento, y me habían ofrecido varios planes si iba para que nos viéramos. 

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Además, tenía muchas ganas de conocer el país, todos los viajeros que me había encontrado por el camino me habían hablado maravillas de él y aunque en ese momento no quería ir porque mi amigo paisa, Santiago, se había mudado a vivir a Estados Unidos hacía dos meses y yo quería conocer su país a través de sus ojos, era mi viaje frustrado por el COVID (todos tenemos uno).

Sin embargo, me decidí a ir, y creo que es la mejor decisión que pude tomar, gracias a ello estoy escribiendo estas líneas.

El país es increíble y yo necesitaba un cambio, nuevas vibraciones, un clima más templado, para volver a encontrar otra vez la mejor versión de mí, que se había diluido en los últimos días en un Perú cerrado y gris. Me asaltó un poco el miedo al poner el primer pie en Medellín, las últimas producciones de Netflix tenían algo de culpa, pero más tarde me daría cuenta de que el verdadero riesgo de Colombia es, como dirían ustedes, que te quieras quedar.

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Medellín son tantas cosas que cuesta describirlo. Se le conoce como la ciudad de la eterna primavera, pero debería llamarse también la ciudad de la innovación, la ciudad del cambio, la ciudad de la gente, del arte.

Como la decisión había sido tan súbita, no sabía que podía ofrecerme Medellín y cuando fui consciente me enamoré de la ciudad, de sus calles arboladas, sus terrazas, sus parques, el metro, las escaleras mecánicas, el poderío del metrocable, el color de la comuna 13, el verde de sus montañas, el bullicio de la zona comercial de La Candelaria, el brillo de las luces de navidad que recorrían todo el río de Medellín.

Pero no todo son elogios, la realidad es que es una ciudad plagada de contrastes, que duelen, la silueta de los altos edificios con piscinas en sus azoteas en el barrio de Poblado contrasta con las humildes casas de la comuna 1. Las voluminosas estatuas de Botero resaltan la delgadez de las prostitutas que apoyadas en ellas esperan a sus clientes. Los collares de cuencas de plástico que tejen en la calle mujeres sin techo llaman la atención de quienes pasan emperifollados con cadenas de oro y plata por la vía de Provenza.

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Pese a eso, la idea que me llevé de Medellín es “esperanza y transformación”, que es el sentimiento que me transmitieron los guías de los freetours que hice por el centro de Medellín y por la Comuna 13. Ellos formaban parte de la ciudad y luchaban cada día para cambiar la imagen externa que se tiene del país, cambiando el discurso, dejando el pasado atrás, que no en el olvido, y mirando hacia delante invirtiendo en políticas sociales para seguir haciendo de Medellín una ciudad mejor.

En el hostal en el que me quedé, Yolo Hostal, el cual les recomiendo si buscan algo tranquilo, cómodo y a buen precio, 67 mil COP la noche, me encontré con un pequeño tesoro. EL libro “Medellín en 100 palabras”, edición 2019, la primera. Que se trata de una recopilación de cuentos de máximo 100 palabras que tratan temas de actualidad, y hay una sección escrita por niños y adolescentes. Me fascinó toda la inteligencia y el arte que contenían aquellas pocas páginas, y me hizo sentir una relación más íntima con la ciudad. A través de sus paginas conocí el parque de los pies descalzo, el parque explora, la comuna 7 y otros barrios de la ciudad, que después me fui a visitar como si fuera una más. En uno de ellos, un anciano me invitó a un café, a pesar de mi negativa a ello, quería ser yo quien le invitara. Allí, con un café hirviendo en las manos me contó las historias de la gente que pasaba, vecinos de su barrio. ¡Qué gente más acogedora!

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Admito que no todo fue cultural, cuando pienso en Medellín me vienen a la cabeza grandes artistas del reguetón, y entonces quiero bailar. Por eso, junto con mis chicas, las que conocí en el aeropuerto, nos fuimos a buscar la farra varias noches por las calles a las que le canta la Bichota y fueron noches de perreo.  Aprendimos a beber guaro y a no dar papaya. Al amanecer comíamos empanadas y pandebono con un buen café, no muy negro no muy flojo, y nos acostábamos felices, con la humedad pegada a la piel y el susurro de la lluvia de fondo.

Es pensar en esos días y sonreír, hasta muy pronto Medellín.   

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