Respetar y defender la vida

Por Héctor de los Ríos |
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Vida Nueva

P. Héctor De los Rios L.

¡Vida o muerte! Es el dilema del hombre. Mejor sería decir que el plan que Dios ha tenido sobre él es muerte y vida. En la parábola con que el Génesis narra la creación del hombre aparecen ya esas dos realidades. En el jardín que Dios ha dispuesto para él, lleno de agua y de vida, hay dos árboles: el de la vida y el de la ciencia del bien y del mal. El primero representa el designio de Dios sobre el hombre, la vida, y el segundo ya lleva en sí la perspectiva de la muerte. ¿Qué sentido tiene la muerte para el hombre? ¿Qué sentido tiene para el cristiano? Es el interrogante máximo que el hombre se plantea. La perspectiva ineludible de la muerte lo conturba. La experiencia de la muerte nos rodea y nos afecta a diario. A veces invade lo más íntimo de nuestra propia existencia. La sentimos a nuestro lado y no la queremos. Cuando un ser que amamos está al borde de la muerte oímos decir: Estamos esperando lo peor. ¿Responde esa afirmación a nuestra fe? No, decididamente no.

LECTURAS:

Sabiduría 1, 13-15; 2, 23-25: «Dios no hizo la muerte»

Salmo 30(29): «Te ensalzaré, Señor, porque me has librado»

2 Corintios 8,7.9.13-15: «Distínganse también ahora por su generosidad»

San Marcos 5, 21-43: «La niña no está muerta... Está dormida»

Defender la vida

El evangelio de este Domingo nos presenta Jesús curando a una mujer enferma y resucitando a una niña. Su gesto, en esas dos acciones, unido a todas sus actuaciones, nos hace descubrir a un Jesús empeñado en defender la vida y estar siempre favor de ella. Ése e el Dios en quien nosotros creemos, el Dios de la vida. Y así fue desde el principio, tal como nos lo recuerda la lectura del libro de la Sabiduría. Sin embargo, nuestro modo de actuar no está siempre de acuerdo con lo que decimos creer, y menos con el Dios en quien decimos creer.

Con mucha frecuencia, los hombres en general, sea cual sea su religiosidad, sembramos la muerte. Y lo comprobamos con sólo dar una mirada a nuestro mundo: el aborto, la eutanasia, la guerra, el terrorismo, el hambre..., y, de modo más cotidiano, la violencia intrafamiliar, el maltrato de niños, las acciones violentas y llenas de agresividad de aficionados al deporte, las palabras duras, ofensivas, insultantes, cargadas de desprecio y de violencia. No somos nosotros ajenos a ese mundo de violencia que tanto nos molesta. Tal vez estamos más cerca y más inmersos en él de lo que pensamos. Creer en Jesús, en su mensaje, en el Dios del que Él nos haba, es estar a favor de la vida. No somos nosotros los dueños de ella, ni de la nuestra ni la de los demás. No podemos quitarla ni deshacernos de ella cuando nos conviene, ni nunca, por ningún motivo. La hemos recibido para cuidarla, la nuestra y la de los demás, creando condiciones para una vida digna. Cuidar nuestra salud, cuidar el modo como vivimos para no ponerla en peligro, defenderla, protegerla. Estar a favor de la vida no es cualquier cosa. Nos comprometemos a trabajar a favor de la vida y ser, así, reflejo del Dios en quien creemos.

Al servicio de dignificar a la mujer

Este evangelio tiene dos partes, a pesar de que ambas partes se refieren al mismo tema: dos milagros de Jesús a favor de dos mujeres, como signo de su preocupación porque las personas pudiesen tener vida en todas sus formas; como signo también, de la vida de gracia y eternidad, que nos vino a traer a través de su propia muerte y resurrección.

 =>: El primer milagro es sanar a una mujer enferma considerada «impura», excluida, marginada, por causa de una hemorragia que le duraba desde hacía doce años.. El sanar a alguien es darle parte de su vida perdida. Por eso servir al enfermo es siempre un acto de compasión, y expresión de amor y de imitación de Cristo. De hecho, los servicios y trabajos de caridad, son diversas formas de traerle vida a la gente. (Físicamente, socialmente, culturalmente en su calidad de vida, y demás).

=>: El segundo milagro es sorprendente: es la resurrección de una niña muerta. En este caso Jesús entrega vida temporal en su plenitud. La semejanza con la resurrección del ser humano a una nueva vida de gracia, a través de la conversión, es muy fuerte. De hecho, cada conversión del pecado, cada aceptación de la gracia de Dios es una resurrección. Es, sin duda, un milagro espiritual.

Nuestro compromiso hoy

Se nos insiste hoy en que descubramos nuestra vocación de discípulos que atentos siguen al Señor y se comprometen con su obra salvadora. Estos episodios no son solo una crónica de algo sucedido y que pasó, sino una invitación a recorrer con Jesús hoy el mismo camino. Es bueno que en una lectura atenta, meditada, personalizada del evangelio según san Marcos, de 4, 35 a 5, 43, como un todo, escrito para fundamentar el discipulado, descubramos cómo debemos seguir al Señor en nuestra condición de discípulos misioneros, desde aquel atardecer en que nos invitó a seguirlo diciéndonos: «pasemos a la otra orilla», no sólo la del lago, sino la de la vida donde se descubre el mundo que se abre con Jesús, mirado con sus ojos, vivido con el calor de su presencia. Nos daremos cuenta de que viviendo en la realidad plana de nuestra cotidianidad, allí hay una presencia divina que pasa por nuestras experiencias humanas: la del temor, la de la esclavitud que deshumaniza, la de la enfermedad, la de la misma muerte.

Que esas realidades leídas desde la fe se iluminen con un sentido hondo que sobrepasa nuestra capacidad meramente humana. Experiencia que es útil hacer igualmente en comunidad. Esas realidades humanas son vividas en nuestro derredor, por las personas que amamos y las debemos compartir con ellas. Es preciso encontrar el contenido de esperanza que se encierra en cada una de ellas.

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