Un día volvimos

Por Redaccion Cali… |
305

La ausencia disminuye las pasiones medianas y aumenta las grandes, como el viento apaga las velas y enciende más el fuego, escribió F. de La Rochefaucauld. El 17 de diciembre de 2011, América descendió al infierno de la B, fecha que ningún hincha quiere recordar, pero jamás olvidará. Cinco años después logra el anhelado ascenso y se instala de nuevo en la élite del fútbol colombiano. Un lustro de ausencia, lejos de apagar el fuego de la pasión escarlata, la exacerbó. Esta es la crónica del día cuando volvimos.

Por: Julio César Pino Agudelo
Escrito originalmente para el periódico La Palabra,
Universidad del Valle.

“Un partido de fútbol sin goles es como un domingo sin sol”, dijo Di Stéfano. Aunque era sábado y el partido terminó sin goles, un sol intratable reinó sobre el cielo sanfernandino la tarde del 4 de febrero de 2017, cuando la mechita volvió a la A. El partido duró noventa minutos, pero empezó a jugarse dos meses antes cuando le ganaron al Quindío y sellaron el ascenso. El rival: Águilas Doradas de Rionegro. Un equipo sin historia que vino a hacer historia contra un histórico.

Todos los caminos llevaron al Pascual. Las calles del tradicional barrio San Fernando fueron arterias por donde avanzó un torrente rojo de fervorosos fieles peregrinando hacia el templo sagrado. “Se puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no de equipo de fútbol”, escribió Eduardo Galeano.

A dos horas del pitazo inicial me sumé a una fila de tres cuadras que desembocaba en la Avenida Roosevelt. Descamisados de mirada perdida y tatuados con los símbolos escarlatas caminaban desafiantes. Mujeres desfilaban ataviadas con gafas de colores y ajustadas prendas alusivas al equipo que dejaban poco a la imaginación. La esquina donde terminaba la fila era una zona de tolerancia donde se tomaba cerveza y se fumaba marihuana; la bareta se entra al estadio en la cabeza, no en los bolsillos. Buses arribaban atestados de hinchas descolgados por las ventanas cantando al ritmo de tambores y trompetas, agitando los brazos y mirando como si el mundo les debiera algo. “América representa la ambición insatisfecha de un pueblo”, escribió Alfonso Bonilla Aragón, hincha ilustre desde el génesis americano. Los Robocops del ESMAD hicieron presencia y el ambiente se tensó. Adolescentes esclavos de una pasión febril que los arrastra a hacer lo que sea por sentirse parte de algo más grande que ellos, se deslizaban por la fila vendiendo dulces o mendigando monedas para comprar la boleta. Los revendedores, inmunes al regateo, se la rebuscaban comerciando con la ansiedad de los hinchas.

¿Nos ayudas con tu firma? Es para la consulta que busca acabar con la corrupción, me dijo una rubia que recorría los alrededores del estadio con otros voluntarios. ¡Claro!, exclamé. El problema de este país no es la guerrilla, es la corrupción de los políticos. ¡No respetan nada!, comentó un señor que estaba detrás de mí. Ante la exasperante quietud de la fila, prosiguió indignado y con mirada sudorosa: ¡Una hora aquí y esto nada que avanza! Es que se están colando, comenté resignado. ¡ Y nosotros aquí como un par de maricas haciendo la fila! Esperáme aquí, le dijo a quién parecía ser su hijo. A los diez minutos el pelao’ recibió una llamada y abandonó la fila aliviado. Al parecer la corrupción no es patrimonio exclusivo de los políticos: cada quien lo es en la medida de sus posibilidades.

Después de dos horas y con los latidos del corazón acoplados a los tambores que retumbaban en la tribuna sur, ingresé al estadio. Me ubiqué en la tribuna oriental y de inmediato me entregué a la espectacular vista: Cristo Rey de brazos abiertos aguardando la salida de los diablos rojos; el sol redondo como un balón en llamas posado sobre la tribuna occidental; la grama verde marcada con cal; la pista atlética azul aguamarina que bordea la cancha; treinta mil almas vestidas de rojo congregadas por un solo sentimiento , y la tribuna sur, el corazón del estadio que late al ritmo de cánticos que salen de las tripas: No me importa lo que digan/ Lo que digan los demás/ Yo te sigo a todas partes/ Cada día te quiero más. Por alguna razón, siempre que el hombre quiere creer en algo, termina cantando. El fútbol, escribió Galeano, es la única religión que no tiene ateos.

Los equipos entraron a la cancha y el estadio estalló. Absorto con el ensordecedor recibimiento, el partido empezó y no me di cuenta. Me puse los audífonos y encendí la radio. En veinte minutos el partido es aburrido. América controla bien en tres cuartos de cancha, pero en el último cuarto le falta claridad. Águilas Doradas está bien parado y renuncia al ataque. Parece un partido de la B, comentaba el Dr. Mao. Pero los hinchas no fueron a deleitarse con un fútbol lírico practicado por 22 estetas del balón. El partido era lo que debía ser: un pretexto para liberarse de la anestesia del día a día, un trámite menos decisivo que las pasiones de los aficionados. No acudieron a la ansiada cita para descubrir el fútbol, sino para confirmar una constancia emocional.

Jugamos contra Nacional de local. ¡Mucho partidazo!, le dijo visiblemente emocionado un muchacho a su novia en el entretiempo. Después de jugar cinco años contra equipos de segunda categoría, el hincha recupera su autoestima al imaginar que jugarán contra el vigente campeón de América. En el segundo tiempo los rojos salieron por la victoria. Los espectadores se agarraban la cabeza ante las escasas opciones de gol desperdiciadas, y aplaudían, ante un fútbol austero, la precisión de un cambio de frente y el generoso sacrificio en marca de los delanteros. A madrazo limpio se levantaban resortados de sus sillas a reprocharle al árbitro todo, y volvían a sus sillas livianos de ansiedad. Un helicóptero apareció por la tribuna norte y a un octogenario que estaba a mi derecha, al verlo, se le amontonó en la memoria un recuerdo. Me miró y me dijo: Usté no había nacido cuando surgió el paramilitarismo en Colombia. Fue aquí, en este estadio. América jugaba contra Nacional por los cuadrangulares finales. Yo estuve ahí.

Se refería al primero de diciembre de 1981. Una avioneta sobrevoló el Pascual y del cielo cayeron papeles con un escalofriante comunicado del MAS (Muerte A Secuestradores) que anunciaba la conformación de un ejército de autodefensa para combatir a todos los secuestradores en retaliación contra la guerrilla por el secuestro de la hermana menor del Clan Ochoa. Eran los comienzos de la época mágica en la historia de América. La maldición de “Garabato”, que gozaba de treinta años de rebosante salud, fue conjurada por el matrimonio conveniente entre el equipo del pueblo y los mágicos, que ofrecían como dote una montaña de dinero, vil ramera de los hombres. En breve pasó de ser un equipo de mitad de tabla, a un gigante invencible después de su primer título conseguido aquel 19 de diciembre de 1979, fecha que inmortalizó la Sonora Matancera en un bolero. Los mágicos contrataron una constelación de estrellas suramericanas, las juntaron en un mismo equipo y llenaron de gloria el escudo del diablo, llegando al cenit de su esplendor en 1997, cuando fue rankeado por la FIFA como el segundo mejor equipo del mundo después de la Juventus de Italia.

“Una gloria demasiado grande es peligrosa”, canta el coro del Agamenon de Esquilo. La felicidad de los diablos rojos excitó la envidia de los dioses, y del ojo de Zeus un rayo surgió para golpearlos. El gobierno gringo, la policía del mundo, condenó a la mechita al ostracismo comercial por sus nexos con los mágicos y escribió su nombre en el libro de la muerte económica: la “Lista Clinton”. El crepúsculo de una era dorada anunciaba el comienzo de una larga noche que empezó el 17 de diciembre de 2011, cuando Chávez, el juvenil arquero de Patriotas surgido de las inferiores del rojo, clavó un taponazo inapelable en las toldas del equipo que lo vio nacer, condenándolo a purgar sus pecados en la B. Los escarlatas descendieron al infierno cargando consigo la pesada carga de una gloria patrocinada por aquellos Midas que convirtieron en oro todo lo que tocaron, y que con el tiempo se convirtió en mierda. Una purga que todos esperaban fuese corta, pues estaban convencidos de que regresarían triunfales un año después. Pero la realidad fue otra: pasaron 4 años, 11 meses, 10 días, 224 partidos, 8 técnicos, más de 60 jugadores y una dolorosa reestructuración administrativa.

Sonó el pitazo final. La cita con el fútbol, la cosa más importante de las cosas menos importantes, terminó en el estadio y prosiguió en estancos con amigos y cervezas. Atrás quedaron esos lunes sin gloria, esos eneros en los que la ilusión por ascender se renovaba y esos diciembres frustrantes en que moría aplastada. Los hinchas se fueron en estado de ataraxia pleno y con la satisfacción del deber cumplido: acompañaron a su equipo el día cuando volvimos.

 

Búsqueda personalizada

Caliescribe edición especial