Filandia: puro encanto cafetero

Por Isabel Ortega |
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  Iwerrgsabel Ortega Ruiz 

 Estudió derecho en la Universidad Autónoma de Barcelona, Máster en Mediación y Resolución de conflictos en la Universidad de Barcelona, profesional del sector asegurador por 2 años, especializada en propiedad industrial, área donde ha trabajado por 4 años.


A lo largo de mis meses de viaje por Colombia, he tenido la fortuna de explorar algunos de los rincones más encantadores de este país sorprendente. Mi siguiente parada me llevó a Filandia, un municipio mágico en el corazón del departamento del Quindío.

Volé de Santa Marta hasta Pereira. Estaba muy, repito, MUY emocionada, el eje cafetero era uno de los lugares que más tenía de visitar, como buena amante del café.

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Y es que Eje Cafetero de Colombia es famoso en todo el mundo por producir algunos de los granos de café más exquisitos que existen. El paisaje de colinas ondulantes cubiertas de cafetales es un espectáculo en sí mismo, y el aroma del café tostado flota en el aire en todas partes. En 2011, la UNESCO reconoció este paisaje cultural del café como Patrimonio de la Humanidad, un testimonio de la importancia que tiene el café en la vida y la cultura de Colombia, y a nivel mundial.

El café, detrás del agua, es la segunda bebida más consumida del mundo.

Desde Pereira tomé un autobús hasta mi destino, Filandia. No estaba en mi ruta original, pero mis amigos paisas me aconsejaron que antes que Salento visitara este encantador pueblito, y quien soy yo para llevarle la contraria a un lugareño.

Llegué un viernes al mediodía, en la carrera 6 que atraviesa el pueblo pasando por la plaza de la iglesia no cabía un alfiler. Sin embargo, lo primero que me llamó la atención fue los pocos turistas extranjeros que se veían por las calles, estaban todos concentrados en Salento, que suerte la mía.

Me fui para el hostal “Bidea”, ubicado a pocos minutos de la plaza de la iglesia, de arquitectura colonial. Como ya he comentado otras veces, la sensación de un lugar para mí de la mano de la gente que he conocido y con quien he interactuado.  Por eso, les animo si van a Filandia y viajan solos, a que se hospeden en este acogedor hostal, que cuenta con unos voluntarios magníficos que se toman en serio la tarea de hacer sentir cómodo y bienvenido al huésped. Cuenta con una espaciosa zona común interior, con sofás y libros, y una terraza cubierta muy practica para el tiempo de la zona (cambiante e impredecible como el berrinche de un niño) donde cada mañana te sirven un desayuno completo junto a un café delicioso. Además, el huésped más longevo del hostal, un gato panzón y mimoso te hace compañía si la necesitas.

Nada más llegar reserve un tour a una finca cafetera para el día siguiente y me lancé a deambular por las calles adoquinadas y coloridas de la ciudad.

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Este pequeño municipio llamado Filandia, por las palabras latinas la fila (hija) y el Andes: hija de los Andes, con sus calles empedradas y casas coloniales, parece un decorado de cine, con sus balcones de flores y sus ventanas y puertas de vivos colores. El municipio ha sabido mantener su autenticidad, hay lugareños en los portales tomando café o jugando al billar con una cerveza fría, me sentí como en un lugar secreto.  

Eso sí, los cafés de este municipio son otra cosa, porque hay tantos que no sabes ni puedes elegir, y porque son como imanes, todos te empujan a entrar. Además, a pesar de ser un pueblo pequeño cuenta con una bulliciosa vida cultural. En mis días allí puede disfrutar de algún que otro concierto en vivo, de exposiciones de fotos y de talleres de artesanía. Las cestas de mimbre, cuya tradición se remonta a los días en que los recolectores de café confiaban en ellas para recoger la cosecha, son ahora el souvenir estrella del turista.

También me sorprendió la oferta gastronómica, comí mucho y muy rico. Un lugar que recomiendan las guías de viajes y con mucha razón es HELENA ADENTRO, que con poco te hace un manjar.

Con una sonrisa de oreja a oreja me fui a dormir la primera noche, y digo primera porque alargué mi estancia un día más viendo la cantidad de cosas que se podían hacer en la zona.

Al día siguiente tuve una de las experiencias más reveladoras de todo mi viaje por Colombia. Visité la finca cafetera Secretos del Carriel, regentada por una familia de tradición cafetera con una gran pasión por lo que hacen que han tenido que reinventarse para adaptarse al mercado actual, agresivo y exigente.

Hay que ver todo lo que aprendí en aquella visita.  Ahora entiendo porque el café en España sabe a quemado muchas veces. No es culpa del camarero al que tantas veces he culpado veces por pensar (erróneamente) que no limpiaba la cafetera bien, si no que realmente, quemamos el café en España. Tostamos tanto el grano que como no puede ser de otra forma, el café sabe a requemado.

Aprendí la cantidad de trabajo que hay detrás de una taza de café, desde que la semilla crece en un germinador de arena hasta que el grano se tuesta y muele.

Tuve la suerte de vivir esta experiencia con una familia, cuyas dos abuelas eran de la región del Quindío y sabían lo que suponía el trabajo de una finca cafetera y ahora querían que su nieto también lo supiera.

Tras trabajar un poco, compartimos el fruto de nuestro esfuerzo reflejado en unas tazas de café claro pero delicioso, donde el dueño nos contó el panorama actual del café en Colombia, las zonas que lo producen, la tendencia al café de especialidad y como lo pequeños productores como ellos han tenido que aprender de economía, de marketing y de exportación para sobrevivir.

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Tomé un Willys para volver, jeeps adaptados para llevar mercancías o personas, muy comunes en la zona. Por un momento pensé que no se iban a parar y que me quedaría tirada en la carretera, pero sí se pararon.

Al volver a España mis amigos me preguntaron a cómo sabe el café en Colombia. El café colombiano sabe a Colombia, lleno de matices, diversidad y con un gusto suave como su gente, que hace que no quieras que se termine nunca la taza.

Pero no todo es café, en la zona también hay montañas, ríos, fauna y flora. Por eso, al día siguiente, con huésped del hostal nos fuimos hacía la reserva Natural Barbas Bremen, para ver monos aulladores. Nos advirtieron que en el camino te encontrabas un grupo de perros en una caseta de guardia siempre vacía que te ladraban amenazadoramente y que por eso era mejor llevar palos y piedras. Yo me sentía incapaz de hacer daño a un animal por lo que fui todo el camino deseando que un milagro ocurriera, y ¡PASÓ!

Cuando llegamos al lugar conflictivo, los perros se nos acercaron amablemente, y el dueño apareció al cabo de cinco minutos, sonriéndonos y mostrándonos los bebederos para colibrís que había en la caseta. Era la primera vez que contemplaba en vivo y directo el batir de las alas del colibrí, espectacular. No vimos monos, pero aprendimos a confiar en el camino.

Filandia es un recordatorio de que, a menudo, los lugares menos conocidos son los que más nos sorprenden.  Este viaje ha sido un capítulo inolvidable en mi aventura por Colombia, y estoy ansiosa por seguir explorando y compartiendo mis experiencias en los próximos destinos.

Hasta la próxima parada.

¡Gracias, Filandia, por robarme el corazón con tu belleza y tu hospitalidad!

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