Palomino, la transformación por el turismo

Por Isabel Ortega |
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  Iwerrgsabel Ortega Ruiz 

 Estudió derecho en la Universidad Autónoma de Barcelona, Máster en Mediación y Resolución de conflictos en la Universidad de Barcelona, profesional del sector asegurador por 2 años, especializada en propiedad industrial, área donde ha trabajado por 4 años.


Después de la paliza de la ruta hacía ciudad perdida habíamos acordado yo y Thomas tomarnos el fin de semana de relax en la playa. No sabíamos muy bien a donde ir, pero nos habían hablado de Palomino, tanto a favor como en contra de ir. La cercanía ganó, así que decidimos ir y formar nuestra propia opinión del lugar. Por eso, nada más llegar a Santa Marta, donde teníamos que ir a buscar nuestras mochilas originales a la oficina, reservamos un par de literas en un hostal y cogimos un taxi corriendo para tomar el último bus a Palomino, que pensábamos que no íbamos a coger porque salía en 10 minutos cuando cruzábamos la puerta de la oficina de turismo hacía la calle. Nos equivocábamos, llegamos sudando la gota gorda y corriendo, y nos subimos al primer autobús que nos dijo que iba para nuestro destino

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¿Cuál fue nuestra sorpresa?  El autobús no salió hasta que no se llenó gracias al persuasivo ayudante del conductor para pescar a gente.  Nos dio tiempo a ir a comprarnos un refresco y fruta para el camino ya que el bochorno dentro del autobús era horroroso. Lo más curioso fue que se subió al autobús también con nosotros un Kogui, fácilmente reconocible por su atuendo. Por lo que para conocerlos no es necesario adentrarse en la sierra Nevada de Santa Marta, solo hace falta pasearse por el mercado de Santa Marta. El autobús tardó bastante, el tráfico era denso, pero finalmente llegamos a lo que se suponía que era Palomino. Allí unos mototaxis se nos acercaron y suerte que accedimos a su propuesta, porque aunque el pueblo era pequeño, la playa y nuestro hostal quedaban lejos de la carretera principal, era de noche y las calles sin asfaltar, caóticas y sin señalización conformaban un laberinto para cualquiera de fuera. Estábamos agotados, nos habíamos levantado las 5am, habíamos andado más de 15 kilómetros, tomado un coche hasta Santa Marta y después un autobús de vuelta hasta Palomino.

Que agradable fue levantarse sin alarma, frente al mar, y sentir los rayos de sol calentando la piel, llevándose la humedad de los días anteriores. Me levanté pensando en la lavadora, nunca había tenido tantas ganas de poner una como aquella mañana. Llevé mis once kilos a lavar con una sonrisa de oreja a oreja, y me quedé con un bikini y un par de vestidos, lo único que se salvó. Aprovechamos para caminar un poco por la calle principal, que se extiende de forma infinitiva y por la que discurren miles de calles perpendiculares. Yo me fui a hacerme las uñas, y me metí por una calle siguiendo las indicaciones de la recepcionista de mi hostal y me perdí, acabé en el patio de una mujer venezolana muy simpática, que tenía en casa montado un estudio de estética, y  me estuvo explicando los cotilleos de toda la calle; Las niñas casi adolescentes sentadas en frente, que se dedicaban a peinarse y no querían estudiar. Los hombres sentados en el porche que no traían una moneda a casa y se la pasaban gobernando a sus mujeres, el restaurante de la esquina, que servía el mejor pescado del barrio a precio de locales etc. Con tanto darle a la sin lengua acabé estando allí más de dos horas, pero pude ver un poco del día a día de ese pequeño pueblo, que cada vez más está enfocado al turismo.

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Me contaron que hace unos años no era así, que no había apenas nada allí, cuatro casas, unas pocas familias que trabajaban la tierra a las faldas de la sierra, y en las playas a veces podrías encontrar gente acampando, viviendo una vida “alternativa”, sin facilidades y con apenas presencial policial.  Esa zona también sufrió las consecuencias del cultivo de coca en la sierra. Sin embargo, este pequeño pueblo, a los pies de Sierra Nevada, ha empezado a despuntar y su popularidad va en aumento. Pero es que no es para menos, con un río rodeado de la fauna y flora típica de la jungla, que desemboca en una playa paradisíaca de arena blanca. Es un lugar para descansar y desconectar, no hay una gran variedad de cosas que hacer, a parte del tubbing, la actividad por excelencia en Palomino. Y alguno se preguntará, como hice yo, ¿Qué es eso? Se trata de descender el río en un gran neumático hasta llegar al mar. Es un paseo tranquilo, rodeado de naturaleza y sin peligro aparente.

También puedes iniciarte en el surf, hay pequeñas olas para principiantes, y puedes gozar de buena música en alguno de los antros de la zona, así como jugar a dardos en algún que otro bar, o probar un brownie de la felicidad, que veden en casi todos los puestitos de licores como si fuera un producto más.

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Palomino tiene mucha vida, aunque diurna más que nocturna. La fiesta nos decepcionó un poco a los dos, no es el lugar donde ir si quieres un buen quilombo. A pesar de que me encantó pasar unos días allí, en compañía de Thomas, con quien había construido para ese momento una amistad más sólida y sincera, fueron unos días raros, de mucha procrastinación y reflexión. Yo seguía sin móvil, por lo que mi siguiente parada era Santa Marta, para poder arreglarlo y ¡volver al mundo digital!

Reflexión personal sobre Palomino: El pueblo tiene muchas posibilidades, las playas son hermosas, se come bien y barato y el ambiente es muy distendido, la gente está feliz, pero yo no lo recomendaría especialmente porque a día de hoy es un pueblo hecho por y para el turista. 

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