Las fuerzas oscuras

Por Redaccion Cali… |

Por  Edward López

Hombre llorando

El despertador sonó y Alberto lo apagó inmediatamente. No pasó ni un minuto antes de que estuviera de pie, desperezándose, rascándose los huevos. Se paró frente al espejo de su habitación y no logró reconocerse. Era un espejo grande de cuerpo entero con un marco azul metálico. Se quedó allí durante un rato, escrutándose, tratando de encontrarle algún sentido a las líneas irregulares de su rostro, de su cuerpo. Nada se dijo. Aunque había adelgazado conservaba una pequeña panza que había querido exterminar desde hacía tiempo. Empezó cambiando sus hábitos alimenticios. Después intentó ejercitarse. Trotó, hizo flexiones, montó en bicicleta. Hasta ingresó en un gimnasio pero terminó dejándolo todo. Se acarició la barba, rala, de días. No sintió ninguna simpatía ni solidaridad por el tipo del espejo. Fue al baño. Colocó una cuchilla nueva en la máquina de afeitar y se la pasó. Se duchó. Fue a la cocina y le sirvió una porción de concentrado a Lukas. Puso a hervir agua en la olleta. Miró el teléfono esperando que diera señales de vida. Vio cómo el perro movía la cola y se atragantaba con la comida del trasto. Era un callejero. Lo recordó desmelenado y famélico siguiéndolo por el centro. Ese día había salido a mercar a la galería. Caminó entre puestos de frutas, vegetales y abarrotes. Y mientras preguntaba por el precio de unos lulos, lo sintió a su lado, resollando. Lo miró y misteriosamente el perro se apañó de él. Lo siguió de vuelta a casa. Desde entonces, Lukas como lo bautizó, vivió con él. Lo llevó al veterinario, le hizo aplicar las vacunas y se encargó de sacarlo todas las noches. El agua hirvió. Lukas mordía sus chancletas y no lo dejaba caminar. Pateó al perro y se sentó en una mesa basta al lado de la cocina. Se sirvió una taza de café. Tomó una tostada y la cubrió despreocupadamente con mantequilla. La luz comenzaba a filtrarse por la persiana. Salió a la calle, era un lunes lluvioso. 

Felipe se ovilló en la cama. Pensó que  todos los días comenzaban igual y eso le dolió profundamente. Su madre entró en su habitación, encendió la lámpara y le dijo al oído: Buenos días cariño. Ya es hora de levantarse. Abrió los ojos y los volvió a cerrar. Hizo como si fuera a levantarse pero se arrepintió. Recordó cómo solía despertarlo su madre todas las mañanas, pasándole las manos por la   cabeza, dándole un beso tibio en la mejilla; no recordó el momento exacto cuando dejó de hacerlo. Supone que fue hace dos o tres veranos atrás. Estaban en un balneario en Pereira. El sol era inclemente y soplaba un viento árido. Estaba sentado bajo un parasol, mirando fascinado a unas chicas que se bronceaban al otro lado de la piscina. Su madre se sentó a su lado y empezó a mimarlo. Las chicas lo miraron. Se sintió incómodo, avergonzado y entonces se levanto y le gritó a su madre: ¡Déjame tranquilo, ya no soy un bebé!
Se quedó desperezándose dando vueltas en la cama hasta que su padre pasó por su habitación y le dio un par de golpes secos a la puerta. Ya es hora-le dijo con voz gutural-.
Se sentó en el borde de la cama y se quedó mirando un póster de Kurt Cobain. Pensó en la infancia de éste. Juzgó que tal vez él también sufría por tener que levantarse temprano todas las mañanas. Se lo imaginó de su edad (doce años), delgado, rubio, arropado con una sábana rosa sobre una cama mullida, en compañía de su madre, hermosísima, delgada y rubia, acariciándole el cabello, y dándole un beso en la mejilla mientras le decía al oído: Buenos días cariño. Ya es hora de levantarse.
Y a Kurt, iracundo, gritándole: Déjame tranquilo qué ya no soy un bebé.
 
Después de una ducha fría y un zumo de naranja se colocó el uniforme. Una guayabera blanca, un pantalón azul turquí y unos mocasines negros. Fue al cuarto de sus padres y le dio un beso a su madre que estaba recostada en la cama dándole la espalda. Se sentó en el comedor a desayunar con su padre. Mientras el vapor de las tazas de café se elevaba, Felipe observó fijamente a su padre mientras engullía un sándwich de jamón y queso. Había algo espeluznante, terrorífico en el rostro de su padre mientras masticaba. Le miró las pronunciadas arrugas de la frente e intentó imaginarse al padre de Kurt, pero no lo consiguió. Su padre es un hombre que frunce el ceño y por las mañanas el genio se le avinagra. Cree entenderlo, pues también se siente puto en las mañanas. Su padre terminó de desayunar y le dijo que se afanara. Esta es una escena repetida. Su padre aún sentado en la silla, con las piernas cruzadas, mal encarado, afanándolo porque van a llegar tarde. El mismo sermón: yo en treinta y cinco años nunca he llegado tarde al trabajo y…Felipe no comprende por qué eso enorgullece a su padre. ¿Qué hay de admirable en ir durante treinta y cinco años al mismo sitio puntualmente?
  
El aguacero está desbocado y violento. Alberto enseña historia en el colegio Agustiniano a pocas cuadras de su apartamento. Va vestido de negro bajo un paraguas blanco con motivos infantiles. Parece un personaje de cómic. No estoy seguro. Una cuadra antes de llegar al colegio por el parque Obrero ve a un payaso, alto como una vara, caminando en medio de la calle con un montón de globos de colores. La imagen le parece surreal. De repente el payaso emparamado y con la tinta de la cara escurrida le lanza una mirada y le señala un barquito de papel que naufraga bajo la acera cerca de la alcantarilla. Alberto siente una punzada de dolor en el pecho. Al llegar a la puerta principal del colegio el portero lo saluda cortésmente.
 
La lluvia ha formado grandes charcos. Van en la bicicleta guarecidos bajo un impermeable verde oscuro. Felipe sentado en la parrilla viendo cómo sortean los charcos y escuchando el rumor del agua y el traqueteo de la biela desajustada de la bicicleta. Cuando llegan a la esquina del colegio se baja rápidamente y sin despedirse se enfila hacia la puerta trasera con el maletín sobre la cabeza. Los chicos están entrando en estampida, enchaquetados o ensombrillados. Se escucha un rumor indistinto de voces y saludos. Su padre sentado en el borde del galápago, inclinado hacia adelante y con los zapatos empapados, lo ve alejarse. Desde la ventana que da al norte, Felipe ve el patio posterior del colegio, las canchas de baloncesto, los salones abigarrados, los tejados sucios de las casas contiguas y una bandada de pájaros revoloteando. Le parece que la mañana ha transcurrido más lentamente que de costumbre. Sólo se escucha la voz del profesor, el ruido de las diapositivas y las suelas de sus zapatos rechinando sobre el piso cada vez que cambia una imagen, naufraga en el salón mientras explica la historia de la violencia en Colombia. De pronto un compañero de gafas verdes botelludas, como de seminarista perverso, pregunta: Profe entonces ¿quién los mató? A Felipe le gusta el fútbol y muy poco la historia. Aunque no prestaba mucha atención no olvidaría la respuesta del profesor.

    -  ¡Fueron las fuerzas oscuras!

Afuera ululó la sirena de una ambulancia. Después de un breve silencio, el profesor continuó pasando las diapositivas y discurrió para sí: Eso dicen,  fueron las fuerzas oscuras. El portero entró al salón con un paquete para el profesor Ramírez. Alberto recibió la caja. Afuera había escampado. Los chicos hablaban alborotadamente. Sonó el timbre, salieron intempestivamente. Felipe fue el último en hacerlo y vio cómo el profesor se sentaba en su escritorio, absorto, colocando su oreja sobre la caja a la vez que desataba la cintilla del empaque. Y sin ninguna razón aparente, se echó a llorar mientras  terminaba de abrirlo.


 

Segundo disparoTaller ÉCHEME EL CUENTO de Relata Cali

 

ECHEME EL CUENTO, taller de la Red Nacional de Taller de escritura creativa (Relata) y de la Fundación Casa de la Lectura (FCL), que apoya el Banco de la República. El blog publica los textos acabados de los miembros del tercer ciclo iniciando en febrero de 2011.

Tomado del libro: "El Segundo Disparo"

Antología de relatos del Taller RENATA “Écheme el cuento” de Cali.

 

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