La naturaleza de los objetos

Por Redaccion. |

Por Alexander Sterling

Siento siempre un poco de tristeza cuando encuentro las pertenencias de mis amigos abandonadas. Ahí, sin vigilancia y sin dueño, me recuerdan a ellos mismos, desprovistos de vigilancia y dueño también. El celular al que nadie llama, la legendaria billetera jamás reemplazada en diez años.

Me recuerdan el momento en el que llegaron corriendo a mí, con el objeto en la mano, para mostrármelo, sonriendo, felices. Siento lástima, por ellos y por mí: aferrados a pequeños artefactos reciclables, que miran con infinita ternura, en las noches, antes de dormir, y que besan, con los ojos cerrados y los labios húmedos, antes de ponerlos cuidadosamente sobre la mesita de noche.

Relojes que hacen las veces de madres, computadores portátiles que acompañan como un primo o una tía, abuelos en unos zapatos nuevos, entrañables amigos en reproductores de alta fidelidad, complacientes esposas en cámaras digitales.

Siento lástima, por ellos y por mí, porque yo mismo le he dado palmaditas en la espalda a mi televisor, cuando con su párpado titilante reproduce las desgracias del mundo, cansado, solo, utilizado sin recompensa. Algún día, cuando estén lejos, se van a preguntar por la suerte de esos amigos de polietileno y silicio y me van a voltear a mirar mí, exigiéndome que les dé la hora, que atesore sus billetes, que plasme sus momentos memorables en un microchip o reproduzca sus películas, y yo, seco y totalmente falto de talento y gracia, solo podré darles la espalda y desearles, entre dientes y mientras me alejo, que el día de pago les llegue pronto, para que cuando les abandone definitivamente, y ellos me vean desvanecerme por la perspectiva, irme pensando en que, por lo menos, les dejé en una compañía infinitamente más grata que la mía. 

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