Siete versiones sobre una caja de fósforos

Por Redaccion Cali… |

Caliescribe presenta estas narraciones de ficción como parte de su compromiso con la divulgación de la palabra escrita en todas las formas que ésta pueda tomar.

Por Patricio Almeida

Soy vendedor de fósforos. Eso es lo que hago pero no es lo que he venido a hacer aquí. Ya no les puedo vender fósforos, solo me queda una caja y yo no vendo nunca la última caja, no señor, es de mal gusto. Vendría siendo lo mismo que ir a un restaurante costoso y dejar el plato limpio. Hay que dejar algunos arroces y un poco de jugo en el vaso, no tanto para quedar sediento pero sí el suficiente como para que no vayan a pensar que en el barrio de uno no hay agua potable. Sería una vergüenza. Soy vendedor de fósforos pero tengo buen gusto. Que no se diga lo contrario, que nadie se atreva a decir lo contrario. Soy un tipo de cuidado y puedo hacerles cosas horribles, ¡cuidado! Soy amo del fuego, vivo de él, ¡tengo la chispa! Bueno pero no vine a pelear y por otro lado ustedes parecen amables, así que voy a seguir hablando:

Ahora me dedico a esto, pero no siempre fui vendedor de fósforos, primero intenté varias cosas: Una vez intenté vender fotos de Dios. Tenía toda una miscelánea, una en calzoncillos, una con una camisa del América y hasta tenía una, es la única que aún conservo, en la que estaba disfrazado de Power Ranger. Interesante ¿no? Pero eso fracasó también. Se las alcancé a ofrecer a tres personas. La primera dijo que no veía nada claro ahí, fenómeno que yo le adjudiqué a su estrabismo pronunciado, asunto que solucioné con unas gafas de 3d; la segunda la miró de reojo y me dijo “eso ya lo he visto en mis sueños” y se fue; la tercera dijo no creer en él, yo me erguí y le grité “pero si te estoy mostrando una foto, idiota” el tipo se levantó de la mesa y mientras se iba me dijo que no le interesaba ver imágenes de un dios que se dejaba fotografiar por cualquiera. Nunca comprendí bien por qué no funcionó, eran hermosas fotos sin foco.

Después inventé un control remoto con el que se les podía bajar el volumen a las personas, a esas personas que hablan mucho y cuya voz uno no soporta. Un aparato que nos salvaría de esos interminables recuentos que hacen los amigos del colegio cuando uno se los encuentra años después en un centro comercial o en una estación de policía. Pero no funcionó, a la gente le gusta escuchar estupideces y por otro lado jamás le pude encontrar un nombre apropiado. El nombre de las cosas es importante. Así que nadie se fijo en él y yo decidí dejar de intentar como vendedor, intenté ser consecutivamente pianista, bailarín de una orquesta tropical y proxeneta, en las tres naufragué por el mismo mal: no tengo música en el alma.

Como ven, me vi obligado a vender de nuevo. Esta vez medité durante largo tiempo, leí cientos de tratados sobre mercadeo y parasicología. Me dejé crecer la uñas y caí en el consumo exagerado de diuréticos. Así, en un estado de abandono y con el estómago inflado finalmente hallé, por accidente, una feliz solución, vender fósforos. Y aquí estoy. Solo hoy he vendido tanto que tuve que regresar a donde mi proveedor tres veces. Era imposible fallar, estás  antorchas enanas tiene tantas funciones como personas intenten hacerlas funcionar. Les voy a decir unas de las más importantes. Primero: puede usted despedir a la gente que se ha ido a estudiar el exterior alguna carrera humanística, que es algo que uno jamás debe olvidar, despedir a los cerebros que se huyeron, cagados del miedo, a tierras más propicias para la estafa académica.

También puede homenajear a su esposa muerta con juegos artificiales de mediano poder. A mí me pasó, cuando vi su cadáver en primera plana rodeada de agentes de la fiscalía y practicantes del oficio forense supe inmediatamente lo que tenía que hacer. Me senté en mi ventana esa misma noche y arrojé fósforos al aire hasta que amaneció, fuegos artificiales para despedir a mi princesa y  a su muerte mediática. Sin embargo, hay cosas menos trágicas que hacer con esto, como calentar la comida cuando se ha perdido en una ciudad que no conoce y solo le queda lo que usted, que es un tipo precavido, ha guardado en la maleta. También puede usted encender sus cigarrillos con ellos, lo cual no sorprende a nadie ya que es normalmente para lo que se usan. Pero hay maneras de hacer las cosas, fumar puede ser un acto gratificante, una vez encendido el cigarrillo puede incendiar el espacio que lo rodea en llamas y fumarse, finalmente, la ciudad entera.

A la vez que puede deshacerse de esas fotos de la infancia que tanto lo atormentan. A esta edad y habiendo transcurrido tanto tiempo entre el momento en el que se tomó la foto y el día presente la contemplación de esa niñez feliz y sosegada lo destruiría a uno en cuestión de segundos. Cuando se acciona el obturador el instante mismo donde se tomó la foto queda perpetuado en la memoria y la única forma de sacarlo de ahí es destruyendo las pruebas físicas del recuerdo: La foto debe ser destruida. Supongo que no tengo que explicar el papel que juega el fósforo en esta empresa.

 

Finalmente puede ponerle fin a una velada agradable, primero apaga usted las luces, luego se sienta, piensa en algo para decir a modo de cierre, es probable que no se le ocurra nada y va a usted a encender un último fósforo y mientras lo sostiene en la mano dice lo que tenga que decir, teniendo en cuenta que cuando éste se apagué usted desaparecerá. Esta despedida podría durar años si lo hiciera usted con una vela o una linterna, pero por suerte estos palitos son diminutos y su desvanecimiento va a durar solo un instante.

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