La Calle: Catedra de Humanidad

Por Redaccion Cali… |

*Gerardo Bedoya Borrero (q.e.p.d.).

Iniciamos la publicación de textos de su autoría por tener gran profundidad sobre la ciudad de Cali.

La calle es la sala del pobre. La riqueza del indigente. La multiplicidad de alternativas gratuitas ofrece al hombre en la calle la posibilidad única de satisfacer un mínimo de necesidades: la locomoción, la deliberación sobre el rumbo, el aire, el espacio abierto, el verde, los colores, la estética precaria o rica de las fachadas. El caminante es un rey clandestino: tiene soberanía sobre todo lo que la calle le brinda. Entendemos porque Camus decía que a pesar de la miseria, los pobres de Argel estaban inmunizados contra el resentimiento, porque eran dueños de esplendidas riquezas: la luz, el sol, el mar, las muchachas sobre la playa.

La calle es igualitaria y democrática. Ofrece sus privilegios, por igual, a todos los hombres. Las clasificaciones y las clases se diluyen en un ámbito que, en la teoría y en la práctica, es todo para todos. Allí todos son dueños de todo. No hay pobres ni ricos, amos ni esclavos. Todos están indefensos, desprovistos de privilegios. Las muchedumbres que deambulan por la calle: ¿Dónde están allí las clases sociales? Imagino la perplejidad de Marx en los andenes de Londres.

La noción de servidumbre sucumbe en un espacio público al cual puede ingresar cualquiera, donde todos son libres. Allí desaparecen el confinamiento, los nombres, las clasificaciones, o sea los elementos que hacen posible la dominación. En la calle impera lo indeterminado: espacio estéril para el mando y la dictadura. Pero ¡ojo¡; en la calle todavía subsiste una jerarquía indestructible: la dictada por el espíritu y la dignidad del alma.

La calle es la libertad y la heterogeneidad. La plenitud de posibilidades humanas y espaciales convierte a la calle en uno de los caminos de la libertad.

Cuando afirmo mis pies sobre el andén y miro a mí alrededor: veo el mundo. Rostros y presencias que reflejan la época, la raza, la región, el país, en ocasiones la religión. La calle refleja la esencia del ser humano, o al menos su autenticidad desprotegida, porque allí transcurre libre y desguarnecido, en búsqueda de la ilusión y de la esperanza, en pos de algún don perdido o encontrado. Levanto la cabeza y miro todas las edades, razas y oficios, todas las perplejidades y certidumbres. Descifro la angustia, tal vez el jubilo.

La calle:

¡Que gran catedra de humanidad¡ lo heterogéneo, lo libre, lo contrario y lo otro están en la calle.

Ya en el campo de la reflexión filosófica, la calle crea un universo en el cual los particulares y los universales se entrecruzan con vehemencia. Allí están vivos, lastimados y jubilosos, lo abstracto y lo concreto, la materia y el  hombre, la naturaleza y la razón.

La calle enseña al transeúnte a ver. Allí esta el mundo aparente y el esencial. Puede ver los seres y las cosas, o sea los objetos del conocimiento. Puede verlos con el método fenomenológico: delimitar sectores de experiencia y analizarlos descartando preconceptos. Puede verlos en forma desprevenida y realista: las cosas y la gente son lo que son, son lo que veo: existencias, parte de la realidad que puedo asumir o descartar. Puedo verlos en forma altruista: me interesan porque son el prójimo o la creatura. Puede verlos de manera inquisitiva: quienes son, que hacen, como viven. Y son cosas: que función cumplen, cual es su destino estético, por que están allí. La inquisición, la curiosidad, la investigación son la profesión callejera.

La calle enseña a mirar: concéntrese un poco y ella enseña a ver. Si usted ve y piensa, empieza a separar, a tener ideas claras y distintas, como cualquier peatón cartesiano. Separa rasgos, indumentarias, oficios, edades, orígenes, calidades de vida. El transeúnte debe ser un profesor metafísico: aceptablemente distraído, pero atento al ser, esclavo de la realidad misteriosa.

En la calle esta la contingencia, solo la contingencia, decía Sartre. Allí no esta la necesidad, que es lo opuesto a la contingencia. “Gentes que se desplazan, que son cualesquiera”. Si lo contingente es que cualquier cosa puede pasar, que nada esta sujeto a una ley inflexible, el viejo zorro existencialista tenia razón y no la tenia. Las gentes se desplazan, pero la ciudad les fija un cierto concepto de necesidad, o tal vez de fatalidad.

La calle es un punto de vista. Ese punto de vista es personal y social. Esta el individuo y están los otros. La relación del yo individual con los otros es siempre inminente en la calle. La inminencia constante de esa relación obliga al yo a tener en cuenta a los otros. El punto de vista del yo frente a si mismo o frente a los demás esta contaminado en la calle por el punto de vista social: los otros siempre están allí, en el desplazamiento, en la búsqueda, en los encuentros.

El punto de vista individual es el del hombre que esta en medio de los otros, pero que porta su propia necesidad. Es un punto de vista libre, pero que debe tener en cuenta a los otros. Es un punto de vista siempre creativo: debe crear situaciones donde están los demás.

El punto de vista social es el destino común: pertenecer a la raza humana en un espacio compartido, que no une en forma necesaria, y en donde hay unos bienes comunes. El yo vigilado por los otros, y los otros vigilados por el yo: ese es el punto de vista de la calle.

*Gerardo Bedoya Borrero: Caleño raizal, periodista del diario OCCIDENTE, EL SIGLO y EL PAIS, escritor, POETA, diplomático y político, asesinado por balas asesinas del narcotráfico  en 1996.

 

 

 

 

 

 

 

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